La palabra de Dios en este domingo XXVI del Tiempo Ordinario podríamos resumirla en la siguiente idea: la fe y la justicia fundamentos para construir y asentar las bases en nuestro mundo del reino de Dios. En primer lugar la profecía de Amós nos viene muy bien a nosotros, víctimas tantas veces de la sociedad del consumo: «¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión, confiados en la montaña de Samaría!... Es una seria advertencia a los que se acomodan y se afianzan en falsas seguridades. Esta experiencia la vive el pueblo de Israel muchas veces sin aprender la lección; no todo es la tierra, el reino o la prosperidad económica. Por ejemplo, el momento concreto de la historia al que alude Amós es precisamente esa etapa de bonanza, cuando Samaría fue capital para ellos en aquel reino del norte lujoso y próspero. El problema fue que no aprovecharon esa situación: olvidaron los días de vacas flacas, olvidaron vivir según el querer de Yahvé, y es aquí cuando la voz profética de denuncia aparece para recordarles que si Dios ha permitido que ahora gocen de tan buena posición también es el momento de ser aún más cuidadosos con los bienes materiales sin olvidar a los últimos, pues ellos lo fueron; ni olvidar a su Dios y cambiarlo por las riquezas de este mundo. Por esto Amós insiste: ''beben el vino en elegantes copas... pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José''. Esto debe ser también algo a escrutar en nuestro interior: como tengo todo lo que necesito, ¿me he construido un Dios a mi medida y me he olvidado de todas las pobrezas que me rodean?... Por esto el salmista nos invita a poner el corazón en su lugar: ''Alaba, alma mía, al Señor''.
La segunda cuestión es la fe: en la epístola a Timoteo, el Apóstol nos invita a la perseverancia; esto es muy importante, en especial en estos días en que las noticias negativas para la Iglesia abundan y nos hieren a todos pues son utilizadas para la mofa o la generalización sobre los católicos y, en especial, sobre los sacerdotes. Hoy más que nunca las seducciones del mundo nos acorralan, por ello hemos de vivir perseverantes en la fe, confiados de que el Señor no nos dejará nunca de su mano. A esta lucha somos convocados desde el bautismo como nos ha recordado Pablo: ''conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos''. Los sacramentos nos ayudan, ciertamente, pero no nos hacen inmunes al maligno que siempre está buscando el momento de debilidad, el mínimo resquicio para invitarnos a tirar la toalla en nuestro compromiso de fidelidad a Jesucristo y a sucumbir a las mentiras que son del mundo y no del cielo. Nos recuerda que estamos llamados a combatir esta lucha, ''el buen combate de la fe'', tan viejo como actual: huir del mundo, el demonio y la carne. A veces se nos va la vida en ideologías mediocres, en malas obras y placeres frívolos. El Apóstol nos anima a poner nuestra mirada en Dios y en el proyecto futuro de gozar de su presencia, y mientras tanto, empezar a construir su reino ya aquí mediante la caridad, el amor, la justicia... hasta que Él mismo vuelva con gloria para juzgar nuestras obras.
Y me centro ya en el evangelio de este domingo, tomado del capítulo 16 de San Lucas, en el cual Jesús predicando ante los fariseos les relata la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Hay que tener mucho cuidado con las interpretaciones que a veces se leen y escuchan de este pasaje, y es que Jesús no está hablando de lucha de clases, sino que nos está queriendo revelar lo mismo que el profeta Amós en su momento a los israelitas, y es que corremos el riesgo de acomodarnos una vez que encontramos una buena posición, hasta el punto que esto mismo puede suponer nuestro fracaso y condena. Cuántas veces ponemos toda nuestra confianza en el poseer, olvidándonos de que para los creyentes nuestro tesoro es Cristo, junto al cual no hay palacio, fortuna, joya o propiedad que valga algo en comparación. Por un lado, tenemos al pobre Lázaro, tan representado en la iconografía cristiana: en el relato comprobamos cómo no se olvida el Creador de él. Precisamente esto es lo que significa el nombre de Lázaro: ''Dios le cuida''. Durante tantos siglos había en muchos pueblos -aquí en Lugones lo hubo, especialmente a las afueras- unas casas que se llamaban lugar de San Lázaro o lazaretos, y que era donde vivían los enfermos, especialmente de lepra. Se quedaban lejos de los hogares para evitar más contagios; aparentemente estaban solos, pero no, estaba el Señor con ellos y también la Iglesia que ejercía la caridad atendiéndoles. Muchos creen que este proceder nació precisamente de este evangelio, que los cristianos siempre hemos hecho nuestro. Hay que poner de relieve esta obra eclesial de caridad que no terminó con la lepra, también cuando apareció el sida en España fue la Iglesia Católica la primera institución en abrir centros para los enfermos y contagiados, al igual que ocurrió con el ébola en países de misión, y así un largo etc. Siempre hay nuevos lázaros, nuevas llagas esperando ser curadas...
Es posible que un pensamiento común sería que Dios prefería a Epulón pues ''vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día'' y, sin embargo, ''Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico''... Desde una perspectiva puramente humana nos quedaríamos con esto: Epulón fue un triunfador, mientras que Lázaro un perdedor. En cambio, ya fuera de este mundo, ocurrió exactamente lo contrario: Epulón acabó en el infierno mientras que Lázaro ''fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán''. Atención a la comparación que deja claro que lo importante no es el juicio de este mundo, sino el juicio que nos hará Dios. Hay personas que en esta vida habrán logrado mucho dinero, muchos títulos, reconocimientos, distinciones, medallas, aplausos, buena fama... y, sin embargo, llegó la hora de su muerte y no lograron ir al cielo. Por contra, cuántas personas que desde un cálculo puramente humano pasaron por esta vida sin pena ni gloria, nunca hicieron nada de especial mención, ni salieron en la prensa o siquiera tuvieron buena fama o fueron queridos en su entorno y, sin embargo, llegado su final en esta vida merecieron la gloria del cielo. Por eso no nos quedemos con los clichés de aquí abajo, que aquí se habrán de quedar; hay muchos que pasaron y pasan por buenos y se condenaron o condenarán, y muchos que pasaron por malos que seguro están en el cielo. Ante las figuras de Epulón y de Lázaro necesitamos preguntarnos: ¿hemos abandonado a Dios y/ó, alguna vez nos hemos sentido abandonados por Él?... No seamos Epulones que nos olvidemos del Altísimo, ni olvidemos que siempre somos Lázaros cuidados por su mano. Este evangelio es también una llamada a la tranquilidad ante las injusticias de este mundo; no ardamos la sangre, que la justicia del cielo no funciona como la justicia de los hombres...
El evangelio nos deja claro algo que se nos olvida: no todo el mundo va al cielo. Los dos personajes mueren pero no van al mismo lugar, y con esto Jesús nos está queriendo despertar, y es que son nuestros actos, el cómo vivamos la fe y practiquemos aquí la justicia lo que habrá de determinar nuestra meta definitiva. Esto hoy no nos gusta escucharlo, particularmente en una sociedad que no se cansa de repetir que todos somos iguales en todos los ámbitos; Jesús responde a esto con una lección magistral diciendo que no; o eres Lázaro o eres Epulón; o te salvas o te condenas, pero lo harás tú con tus actos. ¿Qué es en definitiva condenarse? Pues autoexcluirse del amor que Dios nos tiene, así de simple. Epulón no va al infierno por ser rico, por capitalista o por gustarle el lujo; lo grave en este hombre rico fue su falta de sensibilidad para compadecerse de quien sufría delante de sus narices. A veces pensamos que el pecado de omisión es insignificante, y sin duda, muchas es lo más grave pues no hacemos mal no por obrar mal, sino precisamente por no hacer nada, siendo indiferentes. Cuántas veces se dice que lo triste no fue que los malos hicieran mucho ruido, sino el silencio de aquellos que teníamos por buenos. Por último, Epulón teme por los suyos y pide poder ir a advertirles, por eso ruega a Abrahán esa gracia, y este le responde con la frase tan tajante: "tienen a Moisés y a los profetas, que los eschuchen". Quizás nunca hemos caído en la cuenta del significado y a qué alude esta frase... Pues que tienen la ley de Moisés -los diez mandamientos- y a los profetas -la Torá, el Antiguo Testamento- para encaminar la vida según el querer de Dios. Por eso la sentencia de Abrahán es lapidaria: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”». Se refiere a la resurrección de Nuestro Señor: el que no crea tras su resurrección se autocondenará... Ojalá nosotros sepamos llevar esta parábola a nuestra vida, ante los bienes y males que nos rodean e interpelan.
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