Algo ronda en el aire que hace distinto este tiempo. Sí, los días son más cortos, las brumas mañaneras y las temperaturas gélidas, nos meten de bruces en este diciembre de tanto encanto cristiano. La Navidad llama de nuevo a nuestra puerta y nosotros nos dejamos deslizar al gran misterio de un Dios que quiso contarnos su entraña de amor aprendiendo nuestras lenguas y nuestros gestos, para palpitar su eterno corazón con nuestros latidos humanos. Así lo celebramos cada año llegando estas calendas tan señaladas. Es verdad que tenemos sobrados motivos para una mueca de preocupación casi en la frontera desesperada por el panorama que se dibuja en este mundo contradictorio. Las guerras que no cesan, los fanatismos que nos atenazan, la mediocridad que nos gobierna, mientras el miedo de los buenos se enroca en cobardías disfrazadas de prudencia dando pie a que desalmados hagan de las suyas por doquier.
Pero esta negrura tan gris y cenicienta se disipa cuando el destello siempre perenne de un Dios que viene para abrazar nuestra malherida humanidad, enciende en nuestras noches oscuras su luz resplandeciente. Lo decía el gran escritor francés Charles Péguy: Jesús no vino para pelearse con la tiniebla sino para ser luz en medio de ella. Así fue hace dos mil años, y así sucede cada día: en cuanto Él se enciende en nosotros y entre nosotros, la oscuridad no tiene nada que decir ya, ni nada que esconder en sus penumbras.
La Navidad es este misterio de esperanza que llena el corazón y las calles de la más sana y verdadera alegría, derramando su villancico inocente entre nuestros cansancios agoreros por tantas cosas que nos suceden. Y para memoria viva de este regalo continuamente presente, ya San Francisco de Asís lo previó hace ahora ochocientos años en una Navidad inolvidable en la ciudad italiana de Greccio. En aquel 1223 se tuvo una iniciativa inaudita por parte de aquel santo frailecillo. Quiso celebrar durante la Misa de medianoche un Belén viviente. La joven mamá que había dado luz unos días antes, prestó su misma ternura junto a la del padre de la criatura que de ambos nació. Ya teníamos un primer esbozo del cuadro que en el portalín belenista aconteció en la primera Nochebuena de verdad. Todos en el pueblo se hicieron pastores y zagales en aquella Misa del gallo, mientras San Francisco oficiaba como diácono proclamando el Evangelio que narraba el nacimiento de Dios.
Por este motivo, nuestros belenes y nacimientos son una preciosa remembranza de lo que sucedió en Belén hace dos mil años y de lo que se recordó en Greccio hace ochocientos. Es maravilloso el arte lleno de talento, belleza y piedad que nuestras asociaciones belenistas guardan a buen recaudo para poder ofrecer en llegando estas fechas memorables, el recuerdo viviente de lo que verdaderamente vivo sucedió. Y así, en cada hogar, en cada parroquia y comunidad, en tantas plazuelas y calles, en escaparates adornados para la ocasión, se ven nuestros pequeños o grandes belenes que nos actualizan con ternura y esperanza la alegría que se nos regaló con el nacimiento de Dios entre nosotros. Es un gozo recordarlo, un deber agradecerlo y con sencillez compartirlo con un esmero admirado. Es el aroma de estos días, con sabor a mazapán navideño, estrofa de villancico popular y música de la esperanza que no defrauda jamás.
Por eso debemos hacer memoria de algo que sucedió hace dos mil años, y que sucede cada día si dejamos que el mensaje de aquel pequeño nacido de la Virgen María, encienda su luz en nuestra oscuridad y ponga su paz en nuestros conflictos. Es la Navidad cristiana que de corazón os deseo a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, mientras con los ángeles y pastores de todos los tiempos entonamos nuestro canto de gloria a Dios, siendo bendición para los hermanos. Feliz Navidad.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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