martes, 6 de julio de 2021

Humildad, humildad y más humildad necesaria. Por Javier Sánchez Martínez

(Infocatólica) “Si quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que trazó el mismo Dios, que conoce nuestra enfermedad. Ahora bien, el primero es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad, y cuantas veces me lo preguntases te respondería la misma cosa” (S. Agustín, Ep. 118,22).

Las palabras de S. Agustín son válidas para toda la vida cristiana, en todos los campos, y también, ¡cómo no!, para la liturgia.

La liturgia reclama la humildad de sus sacerdotes y de los ministros del altar, porque la liturgia es servicio divino, glorificación de Dios; es un don, un tesoro, del que la Iglesia es administradora, servidora, y nadie es su dueño o propietario. Ya lo advertía el Vaticano II en una afirmación muchas veces desconocida o ignorada:

“Nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia” (SC 22).

La liturgia es una partitura que la Iglesia entrega para que sea fielmente realizada y entonces se eleve un cántico nuevo. Nadie, ningún músico ni director de orquesta, cambiaría las notas de una sinfonía de Beethoven, o suprimiría compases, sino que se recibe la partitura y se ejecuta musicalmente con fidelidad. Así es la liturgia también.

El sacerdote –obispo y presbítero- así como el diácono han de ser muy humildes en el ejercicio de la liturgia, no considerándose propietarios que puedan cambiar a su antojo o a su creatividad pastoral, sino con fidelidad a lo que la Iglesia les ha encomendado.

“No puede considerarse como «propietario», que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como de un bien propio, de manera que pueda darle un estilo personal y arbitrario. Esto puede a veces parecer de mayor efecto… sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la unidad” (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 12).

La humildad huye de todo protagonismo; el sacerdote se convierte en instrumento de Cristo y busca que sólo brille Cristo. Es el sentido espiritual que tienen los ornamentos litúrgicos:

“En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo… Este acontecimiento, el “revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos… El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí “en la persona de Otro” (Benedicto XVI, Homilía Misa Crismal, 7-abril-2007).

Es moderado en sus movimientos en el altar, preside con devoción, huyendo del efectismo, de llamar la atención con sus formas, movimientos, desenfado… pues no es un presentador, un showman o un telepredicador. Lo mismo de los demás ministros: leer las lecturas, por ejemplo, es un servicio, no un derecho que crea rivalidades y afán de destacar, con carreras por llegar al altar antes que otros…

“Es necesario, por tanto, que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Todo intento de ponerse a sí mismos como protagonistas de la acción litúrgica contradice la identidad sacerdotal. Antes que nada, el sacerdote es servidor y tiene que esforzarse continuamente en ser signo que, como dócil instrumento en sus manos, se refiere a Cristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo suyo inoportuno. Recomiendo, por tanto, al clero que profundice cada vez más en la conciencia de su propio ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 23).

La humildad invita y requiere la absoluta fidelidad a la liturgia: seguir sus rúbricas y sus normas, sin cambiarlas, sin inventar ni añadir nada por cuenta propia; siempre será bueno, de vez en cuando, repasar las rúbricas para celebrar la Misa, o cada sacramento, o las celebraciones de la Semana Santa y del Triduo pascual. Ser humilde es recibir la liturgia de manos de la Iglesia y ser obediente y sencillo en realizarla, ajustándose a lo que la Iglesia determina con sus rúbricas y normas.
Lo recordaba muchas veces san Juan Pablo II:

“Siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios…. También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia” (Juan Pablo II, Ecclesia de eucharistia, 52).

Lo mismo advertirá el papa Benedicto XVI:

“Al subrayar la importancia del ars celebrandi, se pone de relieve el valor de las normas litúrgicas… Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de la Ordenación General del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa. En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 40).

Humildad verdadera es, así pues, ser fiel al rito litúrgico, a sus normas, con sentido de obediencia a la Iglesia y bien del pueblo santo de Dios.

Humildad verdadera es respetar los lugares litúrgicos (altar, sede y ambón), empleándolos correctamente, sin hacerlo todo desde el altar (ignorando la sede para los ritos iniciales y la homilía), respetando el presbiterio para el desempeño de los ministros (diáconos y acólitos), no para niños, fieles, etc., como si fuera un escenario de una función escolar.

Humildad verdadera es revestirse como la Iglesia marca en sus libros litúrgicos, y por tanto, usando siempre la casulla sin excepción para celebrar la santa Misa.

Humildad es recitar las oraciones de la Misa, el prefacio y la plegaria eucarística siguiendo el texto que la Iglesia ha aprobado en el Misal, sin modificarlo, sin alterarlo, sin inventárselo o empleando textos alternativos que carecen de la aprobación eclesial. Son las oraciones de la Iglesia, la oración de toda la Iglesia. Humildad es recibir el Misal y pronunciar sus oraciones y textos litúrgicos con respeto y devoción. “Úsense únicamente las Plegarias Eucarísticas incluidas en el Misal Romano… Es un gravísimo abuso modificar las Plegarias Eucarísticas aprobadas por la Iglesia o adoptar otras compuestas privadamente” (Inst. Inestimabile Donum, 5).

Otros textos, especialmente las moniciones sacerdotales, sí puede el sacerdote adaptarlas o variarlas levemente, con sensatez y prudencia, con brevedad. Dice el Misal:

“También corresponde al sacerdote que ejerce el ministerio de presidente de la asamblea congregada, hacer algunas moniciones previstas en el mismo rito. Donde las rúbricas lo determinan, está permitido al celebrante adaptarlas hasta cierto grado para que respondan a la capacidad de los participantes; procure, sin embargo, el sacerdote conservar siempre el sentido de las moniciones que se proponen en el Misal y expresarlo en pocas palabras” (IGMR 31).

En más de una ocasión, alguna monición del Misal o de algún Ritual sugiere que “pueden decirse con estas o parecidas palabras”, en cuyo caso se pueden modificar, pero sin alargarse en exceso, sino con la misma extensión de las moniciones que figuran en los libros litúrgicos.

¡Humildad!, virtud y estilo espiritual para servir la liturgia tanto sacerdote como los demás ministros (lectores, acólitos, monitor, etc.), evitando el protagonismo y el deseo de destacar.

¡Humildad!, para vivir y realizar la liturgia con obediencia a las rúbricas y normas que la Iglesia marca, sin alterarla ni inventarla.

¡Humildad!, para orar los textos litúrgicos con sentido y unción tal y como están en el Misal, sin cambiarlos ni improvisarlos.

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