miércoles, 26 de mayo de 2021

Homilía del Sr. Arzobispo en las Ordenaciones sacerdotales y diaconales

Muchas cosas han debido someterse a medidas restrictivas por la pandemia sanitaria que nos condiciona desde hace tantos meses a toda la humanidad. Tantas expresiones de la vida han sufrido el confinamiento de nuestros gestos cotidianos con los que mostramos el afecto y despertamos la esperanza, viendo cómo han aparecido los miedos y las cautelas, y tantas consecuencias que han trastocado la vida cotidiana en las relaciones humanas, en la familia y los amigos, en el trabajo y en las holganzas, en los proyectos ensoñados y hasta el las plegarias rezadas. Pero, la humanidad ha seguido surcando la bravura del oleaje con tantas aguas revueltas, para encontrar la bonanza de la travesía que obedece a la voz imperiosa de ese Dios que nos sostiene y acompaña.

La comunidad cristiana ha ido celebrando sus citas litúrgicas, como esta de hoy con la que se concluye la Pascua. En medio de la circunstancia que nos enmarca este tiempo que vivimos también nosotros queremos vivir la fiesta de Pentecostés. Cada generación ha tenido que habérselas con sus retos que por dentro y por fuera nos desafían para permitir que crezcamos y maduremos cada día. Así estaban aquellos discípulos hace dos mil años con su confinamiento aterrado. No terminaban de asimilar la ausencia del Maestro. Aquellos discípulos vieron marchar a Jesús, y quedaron así descompuestos y sin el amigo. Trataban de recordar tantas palabras que escucharon al vivo, y no olvidar un sinfín de gestos con los que el Señor había salido al paso de heridas, hambres, abusos, muertes y desencuentros. Pero aquellas palabras ya no salían de los labios de Cristo, sino de la mala memoria de sus vulnerables recuerdos. Y aquellos gestos no eran ya tampoco los que podían ver como un milagro en directo. Por eso, cuando Jesús se despidió de ellos, quedaron de esa manera huérfana, con sus nostalgias a la intemperie y la incertidumbre en los adentros. Así se entiende que estuvieran con las puertas y ventanas cerradas, acorralados por su miedo.

María quiso hacer de esa coyuntura un pretexto. Y les dijo que orasen para dar sentido a su encierro. Pero sobre todo les enseñaría a esperar, poniendo nombre verdadero a la confianza. Quien no espera jamás reconocerá la sorpresa que supone el regalo de un encuentro, como quien no tiene preguntas nunca se gozará con el don de la respuesta. Sin esperar nada ni a nadie, sin preguntarnos por las cosas, nos empuja a una vida cansina y mediocre que no tiene horizonte ni tiene meta. La espera y la oración era la actitud de aquellos hombres ante una cita incierta con aquello que dijo el Maestro: que enviaría el Espíritu Santo con su luz y fortaleza, con su sabiduría y consuelo, con la templanza audaz que abre de par en par el escondite de su agujero, sacándolos a la plaza pública donde a plena luz dar testimonio de aquello que durante tres años les entregó de mil modos como un Evangelio. Esto es lo que celebramos los cristianos en Pentecostés, como colofón del tiempo de Pascua con la llegada del Espíritu Santo que se nos prometió. Hoy pueden ser otros nuestros miedos, otras las formas de nuestros escondrijos, y distintos también los temores, las inseguridades, los cansancios, las cobardías y desconsuelos. Pero será siempre el mismo don de aquel Espíritu Santo con el que Jesús vuelve a cumplir su promesa viniendo a nuestro encuentro en el hoy de nuestros días y en el contexto de nuestras circunstancias.

En nuestra Archidiócesis de Oviedo en este día de Pentecostés tenemos la tradición de proceder a la ordenación ministerial de unos hermanos a los que hemos acompañado en su formación para este momento. Serán dos sacerdotes y seis diáconos. Todo un regalo para nuestra Iglesia diocesana, por el que damos sentidamente gracias al Señor por la llegada de estos hermanos que como presbíteros o diáconos se entregarán al Pueblo de Dios.

No son funcionarios que amplían la plantilla de los que se dedican al servicio pastoral. No son advenedizos que se cuelan con pretensión donde nadie les convoca. Son simplemente unos cristianos que han recibido una llamada como ulterior concreción de su bautismo. Y al igual que aquellos discípulos en el Cenáculo del Pentecostés de hace veinte siglos, también a ellos les acontece la irrupción del Espíritu Santo en su juventud de diferente edad. Podrían haberse dedicado al quehacer tranquilo de sus días y, sin embargo, se han dejado llamar por Dios que se cruzó en sus vidas que ha puesto en sus manos una misión preciosa y audaz.

Hoy la plaza pública está llena de gente que habla distintos lenguajes, que sufre los avatares de una intemperie que a veces impone la soledad, la mentira, la injusticia, dejando heridas en el corazón y miedo en las entrañas. Uno puede parapetarse cómodamente en el confort de una vida privada, levantando murallas y cavando refugios para que no le salpique nada de lo que en la plaza de la vida se cuece y abrasa. Pero también uno puede consentir que el Espíritu Santo entre como un viento huracanado para ventilar el egoísmo, ese Dios que llega con sus llamas bondadosas para poner luz y calor en el alma. Y abiertas de par en par las puertas y ventanas, experimentar que somos empujados libremente a salir a la plaza pública viniendo al encuentro de tantos hermanos con un mensaje que a Buena Noticia sabe para anunciar la belleza liberadora que nos trajo Jesucristo.

Queridos Marcos y Arturo, vosotros como sacerdotes, y David, Nathanael, Pedro, Artemio, José María y Xicu como diáconos, llevaréis en vuestras manos la Gracia que como portadores Dios os confía para que repartáis generosamente lo que el Señor pone en ellas. Y serán vuestros labios los que se harán portavoces de una Palabra que lleva la bondadosa verdad y la delicada ternura de cuanto el mismo Dios quiera proclamar con ellos. Llegáis al final de una larga andadura que tuvo comienzo en la primera corazonada que sentisteis como posible vocación. ¡Cuántas cosas habían sucedido antes en cada uno de vosotros, cuántas han sucedido en estos años de vuestra formación y cuántas sucederán de hoy en adelante! La vida se va tejiendo con estos hilos para que poco a poco aparezca en nuestro telar el bordado acabado más y más con el que Dios nos muestra el camino.

Habrán sido días en los que se habrán agolpado con la gente más cercana ese sinfín de momentos, de personas, de vivencias.

Han sido años de formación, para ir aquilatando y asimilando la cultura y la doctrina que representa la teología, la filosofía y otras artes y materias, a fin de comprender la sabiduría que representa la tradición cristiana. Años para ir educando el corazón como un lugar de amores en donde sólo quepa el Amor de Dios y todo cuando Dios ama. Años para abrir la libertad madura a la disponibilidad sincera sin condiciones, sin letra pequeña, sin trampas. Años en donde soñar lo que no ha sido quimera en la inmerecida llamada que Dios os ha ido ofreciendo a través de su santa Iglesia.

Tantos momentos quedan atrás ahora, cuando con esa solemnidad propia de las cosas importantes, la Iglesia pregunta a través del obispo ordenante la pregunta crucial una vez que se han pronunciado vuestros nombres: ¿sabes si son dignos? Es una pregunta que abraza en cuatro palabras que terminan con punto de interrogación, toda una vida que se ha hecho camino de búsquedas y meta de tantas respuestas. ¿Qué dignidad ofrecéis en esta tarde, hermanos ordenandos, cuando la Iglesia os llama por vuestro nombre para haceros ministros del Señor? No es la dignidad de quien nunca ha dudado, ni fallado y pecado, cuando el cansancio, las pruebas, los sobresaltos, os han podido empujar a todos los desalientos. Más bien es todo lo contrario: que venís aquí con la humildad de quien se sabe vulnerable, capaz de cansarse, débil para contradecir con la vida lo que se empeñan de decir los labios. Pero es una vida así la que es llamada por Dios, con todos sus registros: los más hermosos y rendidos a la gracia, y los más torpes y secuestrados por el pecado. Pero no os llama Dios porque le hayáis convencido de que todo lo sabéis, todo lo podéis, todo lo tenéis ya afianzado, sino porque os habéis fiado del Señor como hijos y os habéis dejado acompañar por su Iglesia como hermanos. Es la certeza de saber a quién pertenece nuestro corazón y a quien volvemos a ofrecer nuestra vida cada mañana.

Presbíteros del Señor, diáconos en su servicio. Nada sabéis sobre cuál será vuestro destino (yo sé algo, pero tampoco quiero poneros nerviosos o… fugitivos, y tendremos ocasión de hablar sobre esto en los días próximos). Desconocéis por dónde irán vuestros pasos, o cuáles serán los sinsabores o los aplausos, si gozaréis del amor comprensivo o si sufriréis la calumnia inmisericorde o el desprecio malvado, si tendréis el arropo de los verdaderos amigos o si la soledad os hará vivir los grandes momentos dulces o amargos como ese pájaro solitario del que habla el salmista.

Nada de eso sabéis, y no obstante seguís ahí atentos y entregados a lo que dentro de unos instantes vais a recibir para siempre como un destino que eternamente Dios pensó para vosotros y eternamente se os será dado por la imposición de mis pobres manos. Es exactamente lo que ocurre en la otra historia de amor que acontece en los matrimonios, como muy bien saben los diáconos permanentes Artemio, José María y Xicu que están aquí con sus esposas Margarita, Isabel y María, acompañados por sus hijos: en el día de la boda sólo sabían que se querían, que se querían de veras y para siempre, pero desconocían totalmente las penas y alegrías, la salud o enfermedad que ha ido llamando a la puerta poniendo a prueba lo cierto de una fidelidad. Hoy vosotros, en la tarde de vuestra ordenación sacerdotal y diaconal, lo que sabéis es que Dios os llama, que Él es fiel, y que la Iglesia os acoge, os envía y acompaña. No hace falta más seguridad para emprender el vuelo que comienza a volar a partir de esta tarde.

Es una inmensa alegría que llena de esperanza. Dos sacerdotes y seis diáconos. Todos ellos, cada cual con el matiz vocacional de su llamada, se ponen al servicio de los demás como ministros de la Buena Noticia que anunciarán de muchas formas como ministros del Señor. Hay una luz que se corresponde con nuestros ojos, una ternura que nuestro desvalimiento sigue aguardando, un bálsamo que alivia y cura nuestras roturas y desamparos. Es la gracia del Espíritu Santo que a través de estos nuevos sacerdotes y diáconos Dios quiere regalar en este momento de la historia cotidiana. Un Pentecostés alargado que llena nuestra ciudad y nuestro corazón de la verdadera alegría, como ventana abierta a la esperanza. Sé que mañana subiréis a Covadonga para dar gracias a la Santina. Que Ella acompañe vuestro ministerio como hizo con todos aquellos discípulos hace dos mil años. El Señor os bendiga y os guarde, hermanos.



+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M. San Salvador
Solemnidad de Pentecostés. 23 mayo de 2021

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