Con motivo de una polémica reciente, han sido muchos los zoquetes que se han referido de forma burlona o condescendiente a las estampas religiosas, que consideran una patética superstición fetichista, propia de gente mermada. Pero lo cierto es que en el fetichismo se produce siempre un desplazamiento de nuestro amor hacia un objeto inanimado, que así se convierte en un ídolo; algo que no hallamos en la veneración a las imágenes religiosas.
Quien padece la perversión fetichista, incapaz de amar a una persona de carne y hueso y de expresar afectos complejos, ama sus prendas o reliquias; así sus afectos se mudan morbosamente en idolatría. Nada de esto le ocurre a quien venera una imagen religiosa, pues su devoción no se vuelca sobre el papel en que dicha imagen está impresa, ni en el lienzo en el que ha sido pintada, ni en el barro en que ha sido modelada. La devoción a las imágenes religiosas, en realidad, es muy parecida a la predilección que cualquier persona siente por tal o cual retrato de su novia, de su cónyuge, de sus padres o de sus hijos. Seguramente, tenemos muchos retratos de dichas personas, pero hay algunos que son de nuestra predilección; y entonces decidimos enmarcarlos, o meterlos en nuestra cartera, o –ahora que las fotografías son digitales– ponerlos como 'fondo de pantalla' en nuestro ordenador. Sin embargo, en la predilección que sentimos por esos retratos (que podemos besar o acariciar, con los que mantenemos coloquios interiores, sobre todo si la persona retratada se halla lejos) no hay desplazamiento alguno de nuestro amor, sino todo lo contrario: el retrato nos sirve para que nuestro amor por las personas retratadas sea más intenso, porque contemplándolo las hacemos más presentes en nuestra vida.
Esto mismo le sucede a la persona devota de una imagen religiosa. Para el católico, la representación de Jesús, de la Virgen y de los santos no es ninguna superstición fetichista, sino expresión del amor a unas personas concretas (no olvidemos que 'persona' es un concepto que surge del debate teológico) que influyen y actúan en su vida, con las que tiene un vínculo muy íntimo. A diferencia de lo que le ocurre al deísta o al espiritualista, el católico no cree en abstracciones o ideas sobre la divinidad, cree en personas –sobrenaturales, ciertamente, pero tan concretas como las personas de carne y hueso– que necesita representar en imágenes, para invocarlas y tenerlas más cerca, para rezarles y conversar con ellas más desahogadamente. Y cuando faltan esas imágenes, la fe católica se deseca, como se percibe claramente en las últimas décadas, cuando el veneno iconoclasta ha ido relegando la devoción a las imágenes. El ser humano necesita 'imaginar' aquello que ama, para tenerlo más presente; y el católico necesita encarnar su fe en imágenes. Cuando faltan las imágenes, esa fe se desencarna y enfría; o bien se engríe, se torna esotérica y gaseosa, se vuelve elitista y antipática, con la excusa de un mayor 'espiritualismo'. Se despersonaliza, en resumen.
Los zoquetes empachados de tópicos piensan que el culto a las imágenes es un signo de oscurantismo y atraso civilizatorio. Pero lo cierto es que siempre han sido los iconoclastas quienes han buscado la noche. Cuando se niega la posibilidad de representar a Dios se está negando radicalmente la naturaleza del arte (que, a la postre, es expresión de la belleza) y también la naturaleza divina. Como señalaba Simone Weil, "existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la prueba experimental de que la Encarnación es posible". En realidad, un arte que se niega a 'imaginar' lo sobrenatural es un arte condenado –en el mejor de los casos– a lo anecdótico; y casi siempre un arte tendente al nihilismo. La evolución del arte contemporáneo, que decidió dejar de representar o 'imaginar' lo sagrado, es la prueba más evidente de este aserto; y también un signo evidente del atraso civilizatorio en el que nos hallamos inmersos.
Otra cuestión distinta es que el arte religioso haya desarrollado malformaciones diversas, por contaminación de escuelas estéticas sensibleras o almibaradas (pensemos, por ejemplo, en el arte 'sulpiciano'). Pero sospecho que ni siquiera las estampitas religiosas más inmoderadamente merengosas provocarán en el futuro tanto horror como el estragador arte anecdótico o nihilista que invade nuestra época. En cuya exaltación puede descubrirse, por cierto, un evidente fetichismo idolátrico, propio de una época que reemplaza la vida –la vida sobrenatural, pero también la natural– por un antinatural vómito nihilista.
Publicado en XL Semanal.
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