Ya se desmontó la Navidad ambiental y se desenchufaron las luces que adornaron nuestras calles y plazas. Pero la vida sigue, y la Navidad verdadera consiste en ver crecer a aquel Niño Dios que ha venido a aprender nuestras lenguas para decirnos Palabras que no engañan, mientras deambula por nuestros andurriales frecuentando nuestras andanzas. Así, nos aventuramos ahora en un tiempo ordinario que nos irá acercando distintas escenas del Evangelio que pondrán luz en nuestras penumbras y respuestas a nuestras preguntas. La Palabra de Dios de este domingo es especialmente hermosa y sugestiva.
Dios nos ha contado su entraña acudiendo a nuestro lenguaje y vivencias para que nosotros podamos entender sus palabras. Así el profeta Isaías recurre al lenguaje del amor y de las nupcias para que el pueblo entienda lo que es él para Dios: «Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi favorita”, y a tu tierra “Desposada”, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62, 4-5). Así irrumpe el canto nuevo con el que ese pueblo rescatado con un amor favorito alabará a su Señor, como dice el salmista invitando a contagiar a todos los pueblos la alegría y algazara que ha vuelto a brillar: «contad las maravillas del Señor a todas las naciones, cantadle y bendecid su nombre» (Sal 95, 1-2).
En este pueblo se distinguen dones diversos, funciones distintas, y en medio suyo se van manifestando las gracias que Dios reparte para el bien de todos. De este modo explica Pablo a los Corintios cómo cada uno ha recibido talentos diferentes que es preciso discernir y saber ponerlos al servicio de toda la comunidad: «uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas» (1Cor 8, 4-10).
De aquí, la palabra de Dios en este domingo nos lleva al primer signo de Jesús: el milagro en las bodas de Caná. El Evangelio de Juan tiene un tema que hace de hilo conductor de todo su relato: la hora. Todo cuanto el evangelista ha recogido sobre Jesús, tiene como finalidad llevar al lector a la contemplación de la entrega suprema de Cristo, verdadera “hora” en la que el Señor dará por terminado cuanto el Padre le había confiado: «todo se ha cumplido» (Jn 19,30). Por eso Jesús se resiste a que nadie modifique su “horario” redentor: se explica así que en el relato de las Bodas de Caná Jesús diga a su Madre: «mujer déjame, porque todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). No es un desprecio del Señor hacia María, cuanto una afirmación que El hace de la absoluta primacía de las cosas de su Padre a las que se dedicará antes que a nada.
«Tres días después» comienza diciendo este Evangelio. Tres días tras aquel primer encuentro con Felipe y Natanael, están María y los discípulos. Es la primera hora, anticipo de aquella postrera, en la que María junto con Juan, volverá a aparecer en la escena de Jesús, en la cual se dirigirá nuevamente a ella para llamarla con el mismo nombre: “mujer”, haciéndola “madre” de Juan y de la nueva humanidad que nacerá cuando Jesús resucite el primer día de la semana, es decir, también «tres días después» de aquella escena al pie de la Cruz. María es una mujer que viendo el conjunto de cuanto en esa boda sucedía, se da cuenta de una carencia: la del vino.
Sin duda que en una boda lo más importante son los novios. El vino es una pequeñez sin transcendencia, pero que, si llega a faltar, aunque esté lo más importante, la fiesta es incompleta. Tantas veces los grandes momentos dependen de las pequeñas cosas. Hay muchas cosas importantes, pero acaso todo eso importante no se logra culminar si faltasen las pequeñeces, todo eso que jamás llenará las primeras páginas ni será objeto de grandes titulares. ¿Cuál es el vino que nos falta en nuestro mundo? ¿El vino de la paz, el de la ternura, el del cariño y la comprensión; el vino de la esperanza y del amor…? Cuando faltan estos vinos, la vida se “avinagra”. No es igual celebrar una cumbre internacional, o un convenio laboral, o un claustro de profesores, o un encuentro familiar, o un lo que sea, desde el perdón y la bondad que desde el rencor y la insidia que dividen. No es igual brindar con vino de solera que hacerlo con vinagre malogrado.
María vio la carencia en la boda, la hizo suya solidariamente, y se puso manos a la obra. No se quedó en relatar lo que sucede y lamentarse por lo que falta o va mal. Darse cuenta del “vino” que nos falta, arrimar el hombro en lo que de nosotros depende, teniendo en la Palabra de Jesús nuestra fuerza y nuestra luz. Esta fue María en Caná. Porque Ella propondrá no algo externo, prestado, ajeno a su propia vida, sino que les dirá a los sirvientes lo que ha sido toda su vida de mujer creyente: “haced lo que Él os diga”, porque la vida de María fue toda ella un cumplir la Palabra que Dios le dijo y la que Dios callaba, poniendo por obra lo entendido o guardando en su corazón lo que la superaba.
Termina el Evangelio diciendo que «los discípulos creyeron en Él» (Jn 2, 11). El final fue que habiendo vino, hubo fiesta completa, y los discípulos viendo el signo, el milagro, creyeron en Jesús. Sí, necesitamos milagros de “vino”; el mundo necesita ver que los vinagres del endurecimiento, los ajustes de cuentas, las rencillas, los dimes y diretes… se transforman en vino bueno y generoso, el del amor y la esperanza, el que germina en fe y suscita la confianza de sabernos sostenidos y acompañados por un Dios siempre cercano que jamás se marcha. Hay un brindis siempre pendiente en medio de preguntas y carencias, de dificultades y desesperanzas cuando la vida aprieta y se oscurece. Cuando llegue ese momento gozoso y feliz por el milagro que Dios nunca nos negará que sea un brindis con vino como el de María en Caná. A este brindis nos emplazamos en las bodas de la vida, cuando oteamos horizontes deseables que pongan una palabra final de belleza, verdad y bondad, tras tantas penúltimas palabras que pertenecen al amaño de políticos corruptos, a la tristeza por los envites y embates de desgracias, al cansancio de nuestra mirada asomada a escenarios de violencias varias, a la herida de lo que soñamos sólido y para siempre, y que se rompe y caduca. ¡Cuánto podemos esperar de bueno cuando nos dejamos llevar por Jesús que jamás nos defrauda!
Esta es la enseñanza de aquel episodio en Caná durante una boda. Que no decaiga el mensaje, y lo hagamos nuestro como hacemos siempre que acudimos a un santuario tan bello e importante como este de la Virgen de Covadonga, donde junto a la hermosura de su paisaje y lo determinante de su historia para España, aquí nació y crece un pueblo que tiene por bandera lo que María propone: haced lo que Jesús os diga, porque esto es lo que yo hice siempre, dijo Ella. Así de cercano es Jesús, capaz de ajustar su horario a la hora de nuestras necesidades, hasta el punto de hacer su fiesta con nuestras alegrías y de verter sus lágrimas con nuestro llanto y pesares. El milagro no se dejará esperar y podremos gozarnos como los novios de Caná en la fiesta bendita que no termina jamás. Que el Señor os bendiga siempre y María os acompañe.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
19 enero de 2025
Basílica de Santa María la Real de Covadonga
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