Un año después de la partida de Benedicto XVI, el tema sobre el que es justo y natural razonar es su legado. ¿Se trata de una figura que debe confiarse principalmente a los maestros de la lectura del pasado, o de una figura que sigue interpelándonos a todos, hoy, precisamente en este tiempo dramático que vivimos?
Que es un maestro de la fe está fuera de toda duda. No nos cansaremos nunca de releer su Introducción al cristianismo y su Trilogía sobre Jesús de Nazaret; los teólogos podrán escarbar durante mucho tiempo en su Opera Omnia, de la que seguirán extrayendo sugerencias y orientaciones para su reflexión e investigación.
Que es también un testigo eminente de la vida en la fe -y de la fe cristiana en la vida eterna- lo tienen también muy claro quienes le han escuchado en sus homilías y en su magisterio espiritual, así como quienes han podido conocerle de cerca, siguiendo su largo camino interior hacia el encuentro con Dios.
Sin embargo, lo que quisiera observar ahora es que J. Ratzinger sigue siendo un valioso compañero también para quienes viven con participación y pasión la historia y la vida humana en esta tierra, con todos los dramáticos interrogantes que conlleva hoy.
No podemos ocultar que el curso de nuestro mundo en muchos aspectos parece -y está- «fuera de control». La crisis ecológica, la continua manifestación de riesgos y desarrollos dramáticos en el uso de la tecnología, la comunicación, las aplicaciones de la llamada inteligencia artificial y, en fin, las reivindicaciones de derechos contradictorios y la convulsión de la convivencia internacional, con la proliferación cada vez más amenazadora de las guerras… Como muy bien ha puesto de relieve el Prof. Francesc Torralba al recibir el Premio Ratzinger el pasado 30 de noviembre, Benedicto XVI ha abordado en profundidad las razones de la crisis de nuestra época, y ha propuesto a la cultura contemporánea, no rechazar la razón moderna, sino ampliar sus horizontes, devolviendo espacio a la razón ética y a la racionalidad de la fe.
La perspectiva de J. Ratzinger, ante los fracasos de la razón humana, no fue, pues, negarla o limitarla, sino ampliarla, invitarla a buscar con valentía no sólo cómo funciona el mundo, sino también por qué existe y cuál es el lugar del hombre en el cosmos y el sentido de su aventura.
No se puede negar que esta perspectiva, que es en cierto sentido una propuesta de diálogo con la cultura contemporánea, ha sido a menudo recibida con frialdad o a veces rechazada. El matemático Odifreddi, que se profesa ateo y a menudo adopta posiciones provocadoras, pero que de hecho intentó dialogar con Ratzinger, recibiendo de él una atención extraordinaria y respetuosa en los años posteriores a su dimisión, calificó el pontificado de Benedicto XVI de «trágico» precisamente por este aspecto: su propuesta cultural y su apertura, por un lado, y la falta de respuesta de los «hombres de cultura», por otro. Personalmente, no estoy de acuerdo, porque creo que Benedicto XVI no fue tan ingenuo como para esperar una rápida respuesta favorable. Por el contrario, considero que la propuesta de Benedicto XVI es clarividente, conserva toda su validez y representa también para el futuro una vía de diálogo entre la ciencia y la fe, y más en general entre la cultura moderna y la fe, sobre la base de una profunda confianza en la razón humana. Mejor aún, que sea una vía elevada para el compromiso cristiano en el mundo contemporáneo, que no puede sustraerse a la fatiga de la reflexión sobre las causas de los problemas y a la búsqueda de un consenso basado en la verdad, y no en la precaria convergencia contingente de intereses y utilidades.
En la visión cristiana de Benedicto XVI, la ampliación de la razón llega a abarcar la lógica del amor, que se expresa en la lógica de la gratuidad y se traduce en fraternidad, solidaridad y reconciliación. La verdad y el amor se manifiestan plenamente en la encarnación del Logos, el Verbo de Dios.
Deus caritas est, Caritas in veritate, Laudato si‘, Fratelli tutti… Las principales palabras de los dos últimos pontificados se suceden con continuidad y coherencia. El compromiso de la Iglesia y de los cristianos y su responsabilidad en el destino de la historia humana en el mundo requieren tanto la razón como el amor, unidos en la luz que ofrece la fe. Los gestos concretos de caridad, a los que Francisco nos llama continuamente, piden ser insertados en el marco luminoso y coherente de la visión de la Iglesia como comunión, en camino en nuestro tiempo hacia el encuentro con Dios.
Hablando del Concilio Vaticano II en una carta -importante y para mí sorprendente- escrita tres meses antes de su muerte con ocasión de un Simposio organizado por la Fundación Ratzinger con la Universidad Franciscana de Steubenville, J. Ratzinger afirmaba con decisión que el Concilio había resultado «no sólo sensato, sino necesario» y proseguía: «Por primera vez ha surgido en su radicalidad la cuestión de una teología de las religiones. También el problema de la relación de la fe con el mundo de la razón pura. Ambas cuestiones no habían sido previstas». Así pues, al principio parecía que el Concilio amenazaba a la Iglesia, pero «entretanto se fue haciendo patente la necesidad de reformular la cuestión de la naturaleza y la misión de la Iglesia. De este modo va surgiendo lentamente la fuerza positiva del Concilio… En el Vaticano II la cuestión de la Iglesia en el mundo se ha convertido finalmente en la cuestión central».
El último Papa que participó en todo el Concilio y lo vivió desde dentro nos deja así un testimonio de su perenne actualidad, y nos anima a seguir desarrollando sin miedo sus gérmenes y consecuencias, reformulando la misión misma de la Iglesia en el mundo, comprometiendo a la razón y a la fe a trabajar juntas por el bien y la salvación de la humanidad y del mundo. La mirada se vuelve hacia el futuro con esperanza. El servicio de Benedicto XVI continúa en el movimiento más profundo de la Iglesia del Señor, guiada por Francisco y sus sucesores.
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