No hay manera de parar la agenda cuando las cosas suceden, y así se nos van agolpando los momentos con su carga claroscura con la que escribimos cada día nuestra biografía más íntima o la más patente. Pero hay momentos en los que se marcan fechas inolvidables. Una de esas, que no por conocida y vivida siempre nos desafía y sorprende, es cuando alguien importante en tu vida fallece y te viene a faltar. Hace un año vimos cómo sus ojos se cerraban para siempre. Llevaban en su retina cuanto por ella se le adentró en su grande corazón, y nos dejó el precioso testimonio de su privilegiada inteligencia, su humildad verdadera y su inmenso amor a Dios, a la Iglesia y al hombre. Estamos en el cabo de año de la muerte de Benedicto XVI, Joseph Ratzinger.
No pude participar en su funeral vaticano, pero lo celebramos en la catedral de Oviedo con toda la Diócesis como se hizo en tantas partes. En la ya larga historia de la Iglesia, tenemos constelaciones de personas sabias y santas que nos han guiado en los entresijos de la vida, en los vericuetos donde la confusión de las ideas, las cañadas oscuras y la mediocridad empoderada, nos hacen difícil distinguir lo que vale la pena de lo que es una filfa, lo que es transparentemente bello frente a lo que es maquillaje postizo, lo que es bondadosamente cierto ante el postureo fingido. Así emergen los grandes, que son al mismo tiempo sencillos, dando el alto testimonio de la verdad, la bondad y la belleza que apasionadamente han buscado, encontrado y vivido. Son estrellas que iluminan las sendas de los hermanos que aún peregrinamos hasta la meta bendita a la que ellos ya llegaron.
Asomarse a Joseph Ratzinger es adentrarse en la coyuntura de su vida con sus dones y talentos, que hicieron de él un inmenso regalo del cielo. Ahí quedan las palabras de su testamento espiritual, con gratitud precisa y perdón concreto, estrofas de una larga biografía llena de bien, paz y sabiduría. Descansan sus restos en las grutas vaticanas, en el mismo habitáculo que sirvió de tumba a San Juan XXIII y a San Juan Pablo II. Bellos preámbulos de un iter deseable y por tantos deseado. Santo subito, doctor subito… santo y doctor…pronto. La Iglesia nos irá diciendo poco a poco, pero el dulce clamor del Pueblo de Dios es lo que deseaba y desea.
Ha sido uno de los grandes intelectuales como teólogo del s. XX, pero aunando su vivencia sacerdotal y su entrega como obispo, como cardenal y como papa. Impresiona ver esa preciosa síntesis que nos dejó en su testamento como últimas palabras de este inmenso pastor que pronunciara sobre la tierra mostrando así su billete de entrada en el cielo del que fue peregrino y a cuyas puertas estaría el mismo Buen Pastor, Jesucristo: “Jesus, ich liebe Dich”, “Jesús, yo te amo”. Así de sencillo, así de grande, así de bello y profundo. Todo su inmenso legado como teólogo, su celo como obispo y cardenal, su mansedumbre sabia como papa, resumido en esa jaculatoria: “Jesús, yo te amo”.
Fue estrecho colaborador y amigo de un papa santo y misionero como San Juan Pablo II. En Ratzinger hemos tenido un papa sabio que será santo también cuando la Iglesia nos lo proponga. Todos los que realmente han querido recordar la talla humana y moral de Joseph Ratzinger en su larga vida, han venido a coincidir en ese perfil que sólo tienen los grandes: la bondad que nos hace bondadosos al mirarlos a pesar de la maldad que nos rodea, la verdad de quien coopera sin engaño con lo recto en medio de un mundo de tanta mentira, y la belleza de quien descubre en tantos rostros y rincones de la vida la hermosura escondida que vale la pena admirar. Eso pedimos también nosotros para él, mientras agradecemos el precioso regalo de su vida y rezamos por él al Señor y a María. Descanse en paz y que siga cuidando a esta Iglesia.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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