«Mus, no te preocupes, sábete que Cristo te espera», le dijo Glenn a su amigo y colega de carrera militar Mus, Mustafá, miembro de la comunidad islámica.
¿Qué había querido decir con esas palabras?
Mustafá Taieb nació en 1975 en las landas de Aquitania, en un pueblecito que se llama Sorbets. Sus padres eran emigrantes argelinos y fervientes musulmanes en lo que se refiere a la práctica de la religión. Después se fueron a vivir a Nogaro, también en el mediodía francés.
De pequeño se sorprendió a sí mismo un día santiguándose, cosa que nadie le había enseñado a hacer, pero tampoco le dio mayor importancia, aunque sí lo recordaría, años después, como algo representativo en su proceso de conversión al cristianismo.
Durante la enseñanza secundaria descubrió que le gustaban las lenguas, especialmente el alemán, y, cuando tuvo que decidirse, en la universidad, por las áreas a las que desearía dedicarse laboralmente en el futuro, se decantó por el alemán, el árabe y la geopolítica.
En esos años no es que fuese notoriamente religioso. Al contrario, en tres años debió de ir a la mezquita en dos o tres ocasiones. Fue entonces cuando observó que, en la formación y en la práctica religiosa, había estado toda su vida solo y que nunca tuvo con quién compartir sus inquietudes y sus interrogantes.
En 1998 lo llamaron para hacer el servicio militar. Le fue tan bien durante ese período de campamento e instrucción que alguien lo animó para que se enrolase en el ejército. Con sus conocimientos de alemán y, sobre todo de árabe, podía ser muy útil en los servicios de escucha y de comunicación. Y así lo hizo.
Al estudiar más a fondo el árabe, quiso profundizar también en el Corán, cosa que no le resultó nada fácil. Le costaba interpretarlo. Y descubrió algo muy importante: para conocer mejor la fe, hay que orar. No es cuestión sólo de lectura o de investigación meramente literaria.
Sin embargo, le faltaba algo no menos importante que lo anterior: un interlocutor para poder hablar con él de religión. Había imanes, sí, pero los encontraba fríos y hallaba dificultades en entenderse con ellos.
Estando en misión militar en El Cairo, un compañero, el católico Cédric, lo invitó a que fuese con él a la Misa dominical en una iglesia de rito copto. Aceptó. Ninguno de los dos entendió nada de lo que allí se decía, pero, cuando concluyó la celebración, Cédric se puso de rodillas, juntó las palmas de las manos y se sumió durante unos instantes en oración. Mustafá no había visto nunca semejante recogimiento. Lo impactó. Y no lo olvidó.
De nuevo en Francia, se hizo amigo, en Draguignan, de cuatro militares católicos que lo pusieron en el camino de la conversión al cristianismo: Jacques-Antoine, Benoît, Glenn y Mickaël. En ellos, percibió Mustafá, había «algo más». Se les notaba en los ojos.
«Qu’avaient-ils de plus?», se preguntaba. ¿Y qué era ese plus? La paz de Cristo. Y además la capacidad de crear vínculos de amistad entre ellos y con Mustafá en libertad y jovialidad desde una sincera vivencia religiosa.
Mustafá empezó entonces a estudiar el cristianismo. Y como tenía infinidad de preguntas que demandaban respuestas, sus amigos militares lo pusieron en contacto con Hervé, un capellán laico del ejército, que lo inició en la fe cristiana: «El Catecismo de la Iglesia Católica fue el instrumento determinante de mi conversión», reconoció Mustafá. Y el haber descubierto el don de la Eucaristía.
Visitó el monasterio benedictino de Solesmes, se matriculó en unos cursos de Teología y, en 2010, finalizados los años de catecumenado, recibió el Bautismo, la Confirmación y la Primera comunión en Lourdes. Tomó el nombre de Mateo, por el apóstol de Cristo, sin renunciar al de Mustafá.
La hospitalidad que le dispensaron en la abadía de Solesmes, la liturgia solemne y elocuente, el recogimiento en la oración y el gran número de almas en búsqueda que hallaron un hogar espiritual entre los monjes lo condujeron, en 2016, a hacerse oblato benedictino.
Llegó incluso, tras varias estancias en el monasterio, fundación de Solesmes, de Palendriai, en Lituania, a considerar si su vocación no sería la de ser monje. Alguien le mostró que no era ese su camino, sino el de dar testimonio ante el mundo de cuál había sido su itinerario en la fe y de cómo había encontrado la vida verdadera en Cristo y en la Iglesia.
Es, desde entonces, apóstol, sin más. Y de ahí el relato de su vida en el libro, con Cyriac Zeller, “Devenir votre frère. Français, militaire et musulmán: La fraternité entre chrétiens l’a converti” (2023). Aún no ha sido traducido al español.
Mientras tanto, si el lector desea conocer otra historia impactante de conversión, con trazos semejantes a ésta, hágase con el de Joseph Fadelle: “El precio a pagar”. Va por la 13.ª edición. No podrá dejar de leerlo hasta que el autor le haga saber cómo logró al fin sobrevivir a la dura persecución familiar que hubo de padecer por haberse adherido, con su mujer y sus hijos, a Cristo.
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