lunes, 13 de noviembre de 2023

Bulimia y atrofia. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Decía Paul Ricoeur que la bulimia de los medios y la atrofia de los fines es uno de los rasgos definitorios de nuestro tiempo. Tenemos a nuestra disposición una inmensidad de recursos instrumentales, que adquirimos y manipulamos con concupiscente voracidad, como nunca antes sucedió en la historia.

Mas no sabemos ni qué hacer con ellos a la larga ni para la prosecución de qué meta última cabría emplearlos, porque, en realidad, realizamos el viaje de nuestra existencia temporal con instrumentos, increíblemente sofisticados, que son como brújulas que no poseen la capacidad de indicar el norte hacia el que dirigirse.

Viene esto a colación después de haber asistido a un encuentro, en Covadonga, de los obispos, vicarios y arciprestes de la provincia eclesiástica de Oviedo, en el que el asunto principal de la reflexión conjunta fue la comunicación en la Iglesia desde tres vertientes: teologal, social e institucional.

No creo que exista una entidad en la que se haya invertido tanto tiempo y dinero en la implantación, mantenimiento y constante renovación de los medios que se requieren hoy para intentar establecer una más diáfana y extensa comunicación dentro de ella y con la sociedad como ha hecho la Iglesia.

Ya no son sólo las emisoras de radio, los periódicos, las revistas o las cadenas de televisión que tiene en todo el mundo, sino que, en las últimas décadas, ha creado por doquier, en sus universidades, punteras facultades de comunicación, de las que han egresado miles de periodistas.

Por otra parte, curas, monjas, religiosos, seminaristas y seglares muy implicados en las labores pastorales de las respectivas diócesis o congregaciones religiosas van de un continente a otro, por cientos, para matricularse en la inabarcable oferta de másteres, cursos y actividades formativas que se imparten en donde haya un dirigente que crea que lo que se haga en ese campo será siempre poco.

De aparatos, programas, posibilidades, aplicaciones, redes, vídeos, montajes, saben la tira. Luego no funciona nada. A los seis meses de su creación, queda ya obsoleta la página web que se instaló y pagó a un precio que cualquiera diría que el diseñador que la construyó era de la NASA.

Y venga a hacer cursillos para poder entender lo que debía ser entendible por sí mismo desde el principio. “Obscurum per obscurius, ignotus per ignotius”. O sea, ir hacia lo ininteligible por medio de lo que es más ininteligible todavía. Además, el aparato último modelo suele resultar notablemente peor que el anterior.

Se dice, para colmo, que el aprendizaje del uso de artilugios no es a base de metodología, sino de intuición. Es decir, a base de dar porrazos con los extremos de las garras contra teclados y pantallas. Muy humano, sí.

Para más inri, no hay reunión de programación y de revisión de lo que sea en la que alguien no se queje de las insuficiencias del sistema, o del emitente, o del contenido, o de la eficiencia. Hay que reconocer, no obstante, que no le falta razón, pues se avanza a una velocidad de vértigo en la actividad fabril de los soportes para la comunicación.

Y, sin embargo, te ves y te las deseas para encontrar quién esté dispuesto a rellenar un folio en blanco para salir a defender una idea en consonancia con las enseñanzas de la Iglesia en un periódico de amplia difusión regional o nacional.

¿En dónde están los miles de titulados por las facultades de comunicación de las universidades católicas? ¿en dónde los miles de inscritos en los innumerables másteres, cursos, cursillos, talleres y charlas online que se organizan sobre la faz de la tierra para cumplir con el mandato que nos ha dejado Cristo de anunciar el Evangelio al mundo? ¿en dónde los que dan lecciones de cómo se debe hacer?

Salvo contadas excepciones, que sí comparecen por escrito, en los medios, ni rastro del resto. A lo más que llegan es a ser correas de transmisión, llevando noticias de acá para allá, sin creatividad ni producción de pensamiento. O a enviar un tuit o un post. Son los aficionados, sin trayectoria mediática, quienes están haciendo ese trabajo que debieran realizar quienes se prepararon expresamente para salir con competencia a la palestra en la que se exponen las ideas, en la que éstas se debaten y en la que se muestra la belleza de aquello en lo que se cree.

Lo lamentable es que no se escribe porque, primero, requiere tiempo, preparación y sacrificio; segundo, no se sabe escribir porque o no se lee o se lee cualquier cosa; tercero, no hay convicciones bien asentadas e impelentes. Falta “orghé”, ardor, pasión impetuosa.

Y, cuarto, y más dramático, es porque no hay un plan, ni un objetivo, ni un ideal, ni una meta última que uno se haya trazado y en la que crea hasta el punto de estar dispuesto a verter por ella la última gota de su sangre y de la tinta de su bolígrafo.

En resumen, que vivimos ciertamente en una época de profusión de instrumentos e inanidad de pensamiento original, en la que la bulimia de los medios corresponde la atrofia de los fines, como aseveraba Paul Ricoeur.

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