Tiene colores cenicientos el mes de noviembre. En el aire se respiran aromas de castañas cuando se asan en unas brasas y se riegan después con una sidra dulce en ese rito del amagüestu asturiano tan de nuestra historia. El otoño sigue surcando sus días, y llegando este rincón del año, las campanas nos convocan para una cita esperada. En nuestras iglesias y cementerios se agolpan las buenas gentes que comenzando ese penúltimo mes del año allí acuden para estar simbólicamente más cerca de sus seres queridos: allegados familiares que nos vieron nacer y crecer, amigos en tantas cosas compartidas, vecinos sin ninguna frontera excluyente.
La festividad de Todos los Santos, es una memoria preciosa porque en ella no sólo tenemos presentes a los santos que la Iglesia canoniza, esos que tienen su fecha en el calendario cristiano que nos los recuerda, su altar y su peana para reconocerlos en las imágenes que veneramos, y su candelero para las velas que con piedad les encendemos. En esta festividad, sobre todo, tenemos presentes a los santos que sólo canoniza Dios, por así decir. Se trata de personas anónimas para nosotros, pero cuyos nombres y biografías bien conoce el Señor. Aparentemente no tuvieron una especial relevancia, pero a Dios no se le escapó que vivieron las cosas más sencillas y cotidianas desde un espíritu cristiano. Son personas que han tenido de todo como todos: momentos gratos que dibujaron en sus rostros la más bella sonrisa, y momentos duros que provocaron tantas lágrimas cuando rompieron en llanto. Tuvieron infancia, mocedad y adultez tantos de ellos. Supieron de salud o de enfermedad. De acogida y comprensión o de rechazo y desdén. Aprendieron cosas, trabajaron también, y se fueron metiendo en los mil vericuetos que la vida nos muestra y nos impone cuando la libertad de nuestros movimientos, los ensueños de nuestros proyectos, los afectos del corazón que ama, se ponen en danza para escribir así nuestra biografía cada día.
Pero estos otros santos que sólo canoniza Dios, valga la expresión, han vivido cada cosa de la vida desde una conciencia cristiana verdadera, tomando el Evangelio como la gran referencia, la gracia de Dios como su alimento, y la compañía de la Iglesia como certeza que sostuvo sus andanzas. Ahí están tantos seres queridos: abuelos, padres, hermanos, amigos, vecinos… que son santos sin nosotros saberlo. Pero la Iglesia quiere que en ese primer día de noviembre les hagamos fiesta respetando la discreción que el mismo Dios observa, pero cuya ayuda e intercesión será un regalo para todos nosotros.
Por eso, noviembre comienza con esta cita que se prolonga en la conmemoración de todos los fieles difuntos. Vamos a la iglesia o al camposanto para llevar unas flores con nuestra gratitud, para hacer un recuerdo vivo de tantas palabras y gestos que ellos nos enseñaron, para elevar una oración pidiendo por su eterno descanso. Es hermoso este requiebro que hacemos llegando estas entrañables fechas, porque así podemos agradecer, hacer memoria y rezar unas plegarias por quienes tanto recibimos y tanto les debemos.
He podido acompañar en estos días a varios sacerdotes que debido a sus muchos templos y
cementerios estaban desbordados. Una bella ocasión para acercarme a parroquias más diseminadas en nuestra preciosa geografía, saludar a tantos hermanos y hermanas, y compartir con nuestros queridos curas realmente entregados a su ministerio como presbíteros o diáconos, acompañan al pueblo de Dios que la Iglesia les ha encomendado.
Descansen en paz nuestros familiares, amigos
y vecinos, que Dios y la Santina les acojan en su
casa del cielo, y que no dejen de acompañarnos
a los que seguimos peregrinando a la eternidad
desde estos terrenos pagos.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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