Sucedió en la abadía cisterciense de San Isidro de Dueñas. Hallándome en el monasterio, vi, en una de las dependencias de la hospedería, a dos monjes que se comunicaban entre sí por medio de gestos realizados con los dedos de las manos.
Debían de estar trasladándose mutuamente algo gracioso u ocurrente porque los dos sonreían. Alguien me explicó que la gesticulación manual era costumbre entre los trapenses y que era un sistema ideado para comunicarse entre ellos sin dejar de observar el silencio monástico.
Años más tarde, mientras daba un paseo por el parque madrileño de El Retiro me encontré con un monumento dedicado, en 1920, a un eclesiástico y a un niño. Ambos se miraban fijamente.
En el pedestal sobre el que reposaban las figuras había una inscripción en la que se daba razón de quién era el personaje: fray Pedro Ponce de León (1520-1584), «inventor del método oral puro para enseñar a hablar, leer, escribir y contar a los sordomudos”. La estatua era una representación del monje en el momento de comunicarse con el niño por medio de las manos.
Al benedictino Pedro Ponce de León, natural de Sahagún y monje de Oña, se le tiene, como reza la inscripción del monumento de El Retiro, por inventor del método que, perfeccionado por las sustanciales mutaciones que se produjeron con el paso del tiempo a partir de las incipientes y elementales lecciones de fray Pedro, ha ido derivando hacia el que hoy denominamos “lenguaje de signos”. En la América hispana le llaman, con mayor propiedad, “lenguaje de gestos”.
Solamente podía haberse originado entre monjes, quienes, desposados con el silencio, poseen el verdadero gusto de la palabra. Ésta es más profunda, más rica y más elocuente que la mera emisión del hálito de voz. Es como la que pronuncian los cielos y la tierra, que, sin hablar, pregonan la gloria de Dios.
De aquí el que sea particularmente doloroso el hecho de que personas que no oyen o hablan con dificultad se alejen de la Iglesia porque no haya quien les anuncie, de modo comprensible para ellas, el Evangelio, o les enseñe la doctrina, o les facilite la participación en los sacramentos, o los integre en la comunidad cristiana.
Esa matriz religiosa de la transmisión de la palabra, sin hablar, pero logrando establecer una plena comunicación de mente a mente, de corazón a corazón, es lo que explica el que, en Corea del Sur, en un colegio para sordos, un niño haya descubierto que Dios quería que él fuese sacerdote y dedicase su vida a los que no oyen.
Se trata del padre Benedikt Park Min-Seo, primer sordo ordenado sacerdote de toda Asia. Perdió el oído cuando tenía dos años y sintió la llamada a consagrarse a Dios y a entregarse a los hermanos en la escuela especial a la que asistió. Fue ordenado en 2007.
Esto puede que no suceda en España, pero sí en Corea, en donde la minoría católica tiene una identificación eclesial y una pujanza en la fe y en la caridad admirables. Nada tiene, pues, de extraño el que, en aquel país asiático, en un colegio de sordos, surjan, gracias a una buena formación religiosa, vocaciones al sacerdocio y a los diferentes estados de vida cristiana, como sucedía también, en el siglo XIX, en el ovetense colegio de huérfanos del padre Vinjoy.
Para desarrollar este trabajo cuentan, además, con vídeos e instrumentos que se utilizan, no sólo en las diócesis de Corea, sino en las de toda Asia. El proyecto “Catholic Video Doctrine”, por ejemplo, ofrece casi cincuenta catequesis filmadas, con subtítulos, gráficos y lenguaje de signos, para que, a través de ellas, los que no oyen conozcan las enseñanzas –estupendas- de la Iglesia sobre la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús, quien, con su palabra, hizo que los sordos oyeran y los mudos hablaran, y que con su propio silencio en la cruz resonase en los siglos el más elocuente y sublime mensaje de amor.
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