En este domingo vivimos con emoción la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, celebración que cumple cien años, pues fue instituida en 1925. Celebramos al mismo tiempo el fin del año litúrgico; el próximo fin de semana iniciaremos el nuevo Tiempo con la apertura del Adviento. En esta Jornada -como cada domingo- nos congregamos en torno al altar del Señor conscientes de que venimos ante la presencia real de quien la Sagrada Escritura llama Rey de los Siglos, Rey de Israel, Rey de los Judíos... Nos arrodillamos y le adoramos, pues es la forma de reconocer públicamente que Él está aquí en medio de nosotros. Por eso venimos felices a la iglesia, conscientes de que el salmo 121 se cumplen también en nuestro corazón: ''vamos alegres a la casa del Señor''. También nosotros como los israelitas del relato del Segundo Libro de Samuel -que hemos escuchado en la primera lectura- anhelamos un rey que nos traiga la paz, y este no es otro que Jesucristo. Hay cristianos empeñados en el activismo, en que ser buen discípulo de Jesús no es rezar, que eso ya no se lleva. Los católicos no tenemos como fin únicamente mejorar este mundo, sino dar a conocer a Jesucristo, el único que ''es rey en virtud de su misma esencia y naturaleza'', como afirmó San Cirilo de Alejandría. Hay personas bautizadas y practicantes que no creen en la vida eterna, ni en la condenación; ven la iglesia como un lugar donde se sienten a gusto, ven bien las obras de caridad y participan de la liturgia, pero les da alergia que la Iglesia evangelice o los invite evangelizar.
Por ejemplo, el concepto del precepto en nuestro antepasados era algo modélico; no faltar a la misa el domingo y las fiestas de guardar, muchos de ellos ningún día del año. Pero esto tiene valor no porque haya que cumplir con la apariencia, porque el sacerdote "pase lista", sino porque brota de mi interior decir ¡no le puedo fallar al que da sentido a mi vida! Actualmente aceptamos que las parroquias tengan las iniciativas que sean, pero como al párroco se le ocurra recordar en la homilía que existe el pecado y hay que confesarse, que el demonio quiere nuestra perdición o que los difuntos no están en el cielo sin más y porque sí, será cuestionado y etiquetado con múltiples apelativos. Y cuando digo que lamentablemente hay cristianos que se han quedado sólo con la dimensión social de la Iglesia, pero la vida espiritual no les interesa, no estoy diciendo que no tengamos que realizar obras de misericordia, por supuesto que sí, sino que no podemos separar de ello la acción de la oración y la vivencia espiritual para nuestro crecimiento interior para sobrellevar "el demonio, el mundo y la carne". Nadie dice que los necesitados no nos preocupen, aún el domingo pasado hemos celebrado una Jornada de Caridad, el problema está cuando enfocamos la misión de la Iglesia como una ONG más enfocada en solucionar los problemas del mundo, cuando nuestra verdadera vocación es buscar el reino de Dios, descubrirlo y darlo a conocer. El mismo Jesús advierte: “A los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no tendréis siempre''. Nos urge recuperar esa espiritualidad del reinado social de Jesucristo, del reinado de su Sagrado Corazón que tanto bien hizo a nuestra Patria y a nuestras familias. Sólo así lograremos responder al deseo del entonces Pontífice en su encíclica "Quas Primas": «su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres». Hoy no es un día para la tristeza, sino para el gozo de saber que nuestro Rey está por encima de toda idea, proyecto o título. Esta solemnidad de Jesucristo Rey tiene que ser una motivación en la que le coloquemos en el centro de nuestra vida, de nuestro entorno, de nuestra sociedad...
También celebrar la solemnidad de Jesucristo como Rey del Universo es siempre una autoevaluación para cada uno de nosotros: ¿Es Jesucristo realmente rey de nuestra vida, o somos nosotros los reyes y Él es tan sólo un criado de nuestros intereses?... No es cualquier cosa festejar la realeza de Cristo, pues quien no lo tiene a Él por soberano acabará poniendo en su lugar al demonio en sus múltiples formas idolátricas que imperan en nuestro tiempo y destruyen al hombre. La historia nos trae también consuelo al tiempo que tristeza, y es que una y otra vez caemos en errores que se vuelven a repetir: hace un siglo el Papa Pío XI introdujo en el calendario litúrgico esta celebración de hoy ante la constatación del aumento de la secularización y el laicismo en el mundo. Aquel anhelo del Pontífice por devolver al Señor al centro de todo tuvo sus buenos frutos, en no pocos años sacerdotes se unieron en fraternidades e institutos bajo el nombre de Cristo Rey, numerosas congregaciones de religiosas nacieron bajo este título o adaptaron este patronazgo, y miles de fieles laicos en Méjico en las guerras cristeras y en España en la persecución religiosa de los años treinta murieron gritando ''Viva Cristo Rey''. Ya abordamos más veces el tema de los mártires, y es que en su gesto de entrega se ejemplifica perfectamente cómo ellos si supieron colocar a Jesús como rey de sus vidas; no murieron por una idea terrena, ni empuñando armas, sino entregando su vida gratuitamente a quien sabían que su reino no era de este mundo. Nuevamente nos vemos en tiempos duros de enfriamiento espiritual y moral, pero tantas veces ha ocurrido lo mismo a lo largo de los siglos que ni asusta lo uno ni lo otro; al final, sabemos que suya será la última palabra. No dudemos de que se cumplirá su gran promesa hecha al Beato Bernardo de Hoyos de que reinará en España con más veneración que en ningún otro lugar. Como dice la canción popular: ''Reine Jesús por siempre/ reine su corazón/ en nuestra patria, en nuestro suelo/ que es de María la nación''...
La carta de San Pablo a los Colosenses nos ha dicho en ese gran himno cristológico ''Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por él y para él''. Esto nos recuerda nuestro bautismo, donde fuimos consagrados a Él del mismo modo que eran ungidos con óleo los reyes de antaño. Somos de Dios y vamos a Él, venimos de sus manos y a ellas volvemos del mismo modo que fuimos creados del polvo y nuestros cuerpos volverán a convertirse en eso. Insisto; necesitamos rescatar el ejemplo de nuestros mayores, que nos demostraron que tenían a Cristo por Rey no sólo por entronizarle a la entrada de sus casas o poner su rostro en las puertas del hogar, sino que se manifestó en que entendieron perfectamente el valor de trabajar por que nuestra Patria viviera en función del orden natural y en fidelidad a los mandamientos de la ley de Dios y de su Iglesia, que no ahogan ni aprisionan, sino qué, al contrario, nos liberan. El reinado de Cristo no es una idea obsoleta o anticuada como defienden algunos, fue San Pablo VI fue quien elevó esta liturgia de fiesta a solemnidad y la quiso colocar precisamente como meta del año litúrgico, a fin de recordarnos que también en nuestra vida el fin último es que Cristo reine ya aquí en nuestra vida para en un futuro participar de su reino celestial. A este propósito señala el Concilio Vaticano II: «Más como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre y derramó sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre. Por esto la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansia unirse con su Rey en la gloria». «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (Lumen Gentium, nn. 5 y 31).
El evangelio de este día, nos presenta a nuestro Rey en su amoroso trono, semidesnudo y crucificado entre dos ladrones. El amor de este rey manso y humilde vive su momento culminante en el Calvario, no porque se le coloque el cartel de rey en la tablilla de la acusación, sino porque se da la paradoja de que con su muerte nos dio la vida sin fin. La burla de los presentes: ''A otros ha salvado''; «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo»; «¿No eres tú el Mesías?, Sálvate a ti mismo y a nosotros»... Son la constatación de cómo irrumpe siempre el demonio donde ve que está perdiendo la partida, donde se juega mucho y por eso quiere meter baza. Es muy importante ésto, cuando en nuestra vida queremos también tentar al Señor: ''haz algo ahora que me haces falta''; ''hazme caso en esto''; ''demuestra que soy importante para tí y salva a mi abuela''... Tenemos que pararnos y volver a esta escena del Gólgota, al Jesús inmóvil, silencioso y torturado por el dolor, para unos el fracaso de quienes creían que iba a restaurar el reino de Israel, para nosotros el lugar donde nos abrió su corazón...
Tenemos que recordar, igualmente, que estamos conmemorando 1.700 años del Concilio de Nicea, un hito en la historia de la Iglesia de la que los españoles podemos decir con orgullo que fue presidido por el entonces obispo de Córdoba, Osio. En Nicea se tomaron muchas decisiones, se clarificó la cuestión de la naturaleza de Cristo, se puso en marcha el que sería el primer Derecho Canónico y, especialmente, se formuló el Credo, incluidas esas solemnes palabras: ''y su reino no tendrá fin'', lo que deja de manifiesto que ya en el año 325 tenían claro que Cristo era Rey como Él mismo le dijo a Pilatos. Pidamos al Señor la gracia de dar la vida como nuestros Mártires por ese "reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz".

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