(El Debate) En mis andanzas montañeras de la mocedad, muchas veces subí a los riscos del Pico Abantos que se alza sobre el Monasterio de El Escorial y la Abadía de La Santa Cruz del Valle de los Caídos. Especialmente en invierno llegabas a la cumbre con el rostro aterido por la fría ventisca, y los pies entumecidos por la nieve helada que iban surcando nuestras botas de montaña. Es un enclave de la Sierra del Guadarrama que tiene gratos recuerdos en mis remembranzas. La filigrana del monasterio que ideó Felipe II, y la cruz enhiesta que se levanta en Cuelgamuros por aquel proyecto del General Franco.
Esa abadía regentada por los monjes benedictinos desde su comienzo no es el mausoleo que se hizo el propio General para sí mismo, como se ha afirmado equívocamente. La razón de ser de aquella Basílica fue ni más ni menos que un lugar para la reconciliación entre españoles, precisamente al amparo del signo de la cruz más alta del mundo, verdadero símbolo de la reconciliación mayor que cabe esperar, esa que nos obtuvo Jesucristo dando la vida para que nuestro destino no fuera fatal, sino el desenlace salvado por el supremo gesto de amor de Aquel que dio su vida por nosotros.
Allí reposan miles de caídos, de ambos bandos, en la contienda de nuestra guerra civil. Y precisamente allí, hay una comunidad monástica que tiene la custodia del lugar sacro velando por el recinto consagrado, rezando por los muertos allí sepultados y orando por la paz de un pueblo. Bien es sabido que Franco no decidió ser enterrado en esa Basílica, ni lo dejó escrito o sugerido en su testamento personal. Lo decidió el flamante Rey de España, Don Juan Carlos, al día siguiente de su acceso al trono de España, estando todavía el anterior Jefe de Estado de cuerpo presente.
El Papa Pío XII en su Carta Apostólica Stat Crux (1958) dice sobre aquel lugar al constituirlo en Abadía: «Una gran Cruz, signo de salvación y faro de eterno reposo, se levanta en lo alto de una roca que se eleva entre las cimas del Guadarrama. De tal forma ha sido perforada la granítica mole que la gran cavidad se ha transformado en un templo subterráneo. No lejos se han levantado edificios suficientemente amplios y destinados a ser moradas apropiadas para el servicio del culto, para los huéspedes y para los peregrinos». Más adelante, se refiere a la constitución de la comunidad monástica en estos términos, indicando la identidad de los religiosos y su cometido: «Los monjes del insigne monasterio de Silos, perteneciente a la Congregación de Solesmes de la Orden de San Benito, para que observaran en esta montaña, mansión de paz, los estatutos de la vida monástica, atendieran el culto sagrado, cultivaran los estudios y al pueblo fiel impulsaran, no solo hacia lo espiritual y eterno, sino también hacia la práctica de las virtudes cristianas. Por ello, para que pudiera decorosamente vivir la familia religiosa que allí habría de congregarse, no solo se le ha provisto con suficiencia, sino incluso con esplendidez. Finalmente, nos han dirigido Preces para que, según nuestro beneplácito, otorgásemos al nuevo monasterio y a su templo el título y los derechos de Abadía».
Termina el texto papal aludiendo al tenor de la dedicación del templo y la firmeza de su Carta Apostólica al respecto: «Exigimos y constituimos para siempre, con nuestra Autoridad apostólica y en virtud de estas Letras, la nueva Abadía exenta, que ha de ser nombrada con el título de Santa Cruz del Valle de los Caídos, a la cual, como perteneciente a la Congregación de Solesmes de la Orden de San Benito, la hacemos partícipe de todos los y privilegios concedidos a el Abades de tal familia religiosa. Sin que nada lo pueda impedir. Esto promulgamos, establecemos, decretando que las presentes Letras sean y permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces: que produzcan y conserven íntegros sus plenos derechos que favorezcan cumplidamente, ahora y después, a los Prelados y monjes, tanto presentes como futuros, de la mencionada Abadía, que de esta forma establecemos y, conforme a esto, se ha de interpretar y definir. Desde ahora se ha de tener sin efecto y sin valor cuanto aconteciera ir en contra de ellas, sea a sabiendas o por ignorancia, o por quienquiera o en nombre de cualquier autoridad».
Será su sucesor, el Papa San Juan XXIII, quien dé un paso más y con el Breve pontificio Salutiferae Crucis (1960) declare la Iglesia de la Santa Cruz como Basílica papal: «Yérguese airoso en una de las cumbres de la sierra de Guadarrama, no lejos de la Villa de Madrid, el signo de la Cruz Redentora, como hito hacia el cielo, meta preclarísima del caminar de la vida terrena, y a la vez extiende sus brazos piadosos a modo de alas protectoras, bajo las cuales los muertos gozan el eterno descanso. Este monte sobre el que se eleva el signo de la Redención humana ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española».
Con la terminología de la época, dos papas se refieren a ese momento fundacional constituyendo una Abadía monástica benedictina y declarando Basílica el templo de aquella majestuosa iglesia, indicando por qué y para qué desde la perspectiva de la reconciliación y el perdón cristiano.
Por algún motivo (que no resulta difícil de colegir), algunos han querido hacer de ese lugar su foco de atención, e intentando su pretensión desmontadora de la historia real de su significado, con su calendario de exhumaciones, sus amenazas de expulsiones y con el proyecto de resignificación. Toda una carga pretenciosa de gran calibre ideológico que señala el símbolo de la cruz, la presencia de una comunidad monástica, el motivo de reconciliación fraterna y la trasformación del espacio basilical y sus accesos. Estamos ante un capítulo más, y este no es menor por todo lo que representa histórica, religiosa y emotivamente en nuestra sociedad española, de toda una agenda que pretende reescribir la historia con un relato inventado, impuesto, por mor de una ideología insidiosa que reabre heridas y nos vuelve a enfrentar con diferente calado.
En el discurso de apertura de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, nuestro arzobispo presidente, Mons. Luis Argüello señalaba con enorme claridad: «En el año 2028 celebraremos los cincuenta años de la Constitución. Estos próximos tres años deberían ser de 'purificación de la memoria' contaminada por los sesgos ideológicos de las leyes de memoria histórica y democrática que, justamente, quieren rehabilitar y honrar a víctimas de la dictadura y enterrar dignamente a quien seguían en fosas y cunetas, pero son, principalmente, un instrumento de polarización ideológica al servicio de los intereses políticos del presente más que cauce para ahondar en la reconciliación que los años de la Transición lograron, en gran parte».
Pretender resignificar lo que ya tuvo y sigue teniendo un significado en aras de un instrumento de polarización ideológica al servicio de intereses políticos, representa un atentado más que no supone la verdad que nos hace libres (Jn 8, 32), sino la mentira manipuladora que se hace liberticida. Querer aislar la Basílica impidiendo el acceso natural por la puerta de entrada hacia su atrio litúrgico es mutilar su sentido, máxime si para que monjes y fieles puedan adentrarse procesional o libremente en la Basílica, hay que pasar obligatoriamente por unos escenarios en donde se cuenta un relato político y se adoctrina ideológicamente. Es como imponer lo que sucede en algunos aeropuertos: que te fuerzan a pasar por tiendas y restregarte productos variados mientras llegas a tu puerta de embarque. Así estaríamos con el proyecto de resignificación que se proponen los mandamases gubernamentales: obligar a discurrir por una especie de Duty free ideológico teniendo que tragar, visionar, escuchar «su relato» para poder llegar al espacio sagrado donde celebrar la paz que Dios nos brinda y la reconciliación que nosotros celebramos. Sin duda que es una profanación en el sentido etimológico de la palabra, y traiciona dictatorialmente el proyecto originario de un espacio sagrado bajo la Santa Cruz del Señor que nos reconcilia como hermanos.

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