lunes, 5 de febrero de 2024

Pinacotecas. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

«Buenas, desearía ver un cuadro que, tras recorrer las salas y no hallarlo expuesto, debe de estar en el almacén», le digo a un miembro del personal de un importante museo. Doy la referencia completa de la obra. «Ese cuadro no está aquí», me responde. «Jamás oí hablar de él», me confiesa con total sinceridad.

«He visto la ficha en internet y figura como depositado aquí», insisto. «Espere». Y llama por teléfono a alguien que viene inmediatamente a mi encuentro. Vuelvo a contar la historia. Tampoco a esta persona le suena que tal cuadro pernocte en el museo.

Nos tuteamos. «Tengo interés en verlo. Si podéis hacer averiguaciones y confirmarme si está con vosotros, o no, en algún estante del sótano, os lo agradeceré». Les facilito el modo más eficaz de ponerse en contacto conmigo. Hasta hoy. Y eso que han pasado meses. Muchísimos. Deduzco que no está allí. Y no es cosa de preguntarle al propietario, al que tengo acceso, pues se alarmaría, y con razón, si es que realmente se lo cedió en depósito. Por otra parte, ¡como para fiarse de internet!

Tengo la impresión, porque no estoy metido en esa harina, de que muchas pinacotecas están recogiendo cuadros de aquí y de allá con demasiada benevolencia. A mi juicio, desnaturalizándose, porque devienen almacenes de obras que, en no pocas ocasiones, provienen de líos de herencias, de personas que envejecen y no saben qué hacer con ellas. No pueden venderlas, por trabas legales, y, por si esto fuera poco, las supremas instancias culturales les exigen mantenerlas en buen estado. En conclusión, lo mejor es no tener nada.

Otra de las razones que impele a los donantes a depositar sus cuadros en las pinacotecas estatales, amén de posibles beneficios fiscales, es la de que sus nietos no quieren recibir como legados “post mortem” ni cuadros ni libros, salvo que quepa mutarlos inmediata y fácilmente en dinero. Es la generación de Wallapop, de la venta cuanto antes de todo lo que ocupe, estorbando, sitio en casa.

Además, las «experiencias inmersivas», con mareo del personal a base de torbellinos audiovisuales, que los fondos NextGeneration han promovido, están haciendo mella en la gente joven, a la que lo que realmente le gusta es ¡emoción! ¡emoción! Por lo general, le resulta más atrayente eso que los museos, que deberán resituarse, e incluso redefinirse, ante los intereses culturales y recreativos de las generaciones venideras.

Y luego a ver quién paga la restauración de los cuadros, que llegan con hongos, descoloramientos y la obligación, por parte de la dirección, de conservarlos, repararlos y exponerlos, si no permanentemente, de vez en cuando. Esto último los museos, si pueden, se lo saltan, porque el cedente no va a ir a retirar el bien, ya que logró quitárselo de encima y, con él, un problema, pero es que, como sea un pelma, pobre director del museo.

Pero todo esto tiene, empero, sus ventajas: sabes a dónde ir a pedir un cuadro en caso de que haya que montar una exposición temporal. Encontrarás lo que casi nadie ha podido ver porque estaba en el salón o en el pasillo de una residencia particular. La pinacoteca te lo prestará con enorme alivio, sobre todo si vas a pagar la restauración que se precisa para que el cuadro esté aceptablemente contemplable.

De paso, y eso siempre es de agradecer, se le da publicidad a la institución y, en la cartela, al propietario. ¡Ay, las cartelas, la guerra que dan! Se requiere más tacto y paciencia para redactar las cuatro líneas que las componen que para conducir una negociación como la que precedió a la puesta por escrito de los acuerdos del Tratado de Tordesillas.

He de ir a ver un cuadro que está, según se cree, en la bodega de un museo. A saber. Hay que echar una solicitud. Espero que esté allí. Y que respondan en el sentido que sea, afirmativa o negativamente, pero algo. Cruzaré los dedos. Ya les contaré.

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