(De profesión cura) Misa ayer en La Serna del Monte. Tres feligresas. Juana, que ya conocen, una sobrina suya y una religiosa que a veces nos acompaña. Tres y ninguna joven. El parroco, tampoco. Jornadas del DOMUND.
La religiosa con todo su entusiasmo decide entonar como canto de entrada una canción que dice así:
“Nos envías por el mundo
a anunciar la Buena Nueva.
Mil antorchas encendidas
y una nueva primavera…”
Muy dulce fijarse en la fe de esas tres mujeres. Juana, camino de los ochenta y nueve, y que no falla, una sobrina de ella que hace lo que puede, y la religiosa, también con sus años, pero que no descansa con su coche de ir de un pueblo a otro tratando de animar y acompañar. Servidor, tampoco un niño, celebrando la eucaristía.
Pero también tenía ese canto un punto de dolor y sabor agrio, porque hace muchos años alguien nos vendió una excelente primavera eclesial, hoy sigue el producto en venta, y por más que hacemos ofertas, saldos, promociones, rifas y jornadas especiales, la tienda está cada vez más vacía y apenas son cuatro los que siguen acudiendo no se sabe muy bien si por convencimiento o inveterada costumbre.
La primavera eclesial nunca llegó. El único cambio climático que la gente comprueba es que, lejos de los soñados aires primaverales que ya van caldeando las entrañas con ese sol que reluce y anima, el invierno tomó posesión de la Iglesia y se hace más frío por días. El cambio climático eclesial.
Ayer domingo, en La Serna del Monte, uno pensaba en ese gran timo primaveral que está dejando unos datos catastróficos. Eso si, convencido estoy de que, en medio de ese invierno terrible, siguen manteniéndose entre las nieves del abandono y el despropósito algunas plantitas que se abren camino en el paisaje helado para dejar su más esplendorosa flor.
Quién sabe si algún día de esas flores irán brotando matas, macizos, bosques que acaben con el invierno. Ayer, en La Serna, había tres. Y un jardinero que riega, mima, poda si hace falta y abona la tierra en la espera gozosa de una primavera real.
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