La Virgen vio una secreta relación entre el hijo de Isabel y el Hijo que Ella lleva en sus entrañas
Isabel, a la que llamaban estéril, va a ser madre. María lo ha sabido por Gabriel, el enviado de Dios. Y, poco después, se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39).
No le mueve la curiosidad, ni se pone en camino para comprobar por sí misma lo que el ángel le ha comunicado.
María, humilde, llena de caridad —de una caridad que le urge a preocuparse más de su anciana prima que de sí misma— va a casa de Isabel porque ha entrevisto, en el mensaje del cielo, una secreta relación entre el hijo de Isabel y el Hijo que Ella lleva en sus entrañas.
El camino desde Nazaret a Ain Karin —la pequeña ciudad situada en los montes de Judea, que la tradición identifica con el lugar de residencia de Zacarías e Isabel— es largo.
Cubre una distancia de casi ciento cuarenta kilómetros. Probablemente José organizó el viaje. Se ocuparía de encontrar una caravana en la que la Virgen pudiera viajar segura, y quizá él mismo la acompañara al menos hasta Jerusalén.
Algunos comentaristas piensan que incluso hasta Ain Karin, distante poco más de siete kilómetros de la capital, aunque se volviera enseguida a Nazaret, donde tenía su trabajo.
María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel (Lc 1, 40). Algunas tradiciones locales afirman que el encuentro entre las dos primas tuvo lugar, no en la ciudad misma, sino en una casa de campo donde Isabel —como dice el texto sagrado— se ocultó durante cinco meses (cfr. Lc 1, 24), para alejarse de las miradas indiscretas de parientes y vecinos, y para alzar su alma en agradecimiento a Dios, que la había concedido tamaño beneficio.
Se saluda a la persona que llega cansada de un viaje, pero en este caso es María quien saluda a Isabel. La abraza, la felicita, le promete estar a su lado.
Con Ella entra en aquella casa la gracia del Señor, porque Dios la ha hecho su mediadora. Su llegada causó una revolución espiritual.
Cuando oyó Isabel el saludo de María —cuenta San Lucas—, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo (Lc 1, 41).
Tres fueron los beneficios que María llevó consigo (cfr. Lc 1, 42-45). En primer lugar, llenó de gloria aquella casa: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?
Si la visita de un personaje de la tierra honra sobremanera a quien lo hospeda, ¿qué habría que decir del honor recibido al acoger al Hijo unigénito del Padre, hecho hombre en el seno de Nuestra Señora?
Inmediatamente, el Bautista aún no nacido se estremeció y exultó de gozo: quedó santificado por la presencia de Jesucristo.
E Isabel, iluminada por el Espíritu de Dios, prorrumpió en una aclamación profética: en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada Tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.
La Virgen iba a servir y encuentra que la alaban, que la bendicen, que la proclaman Madre del Mesías, Madre de Dios.
María sabe que es efectivamente así, pero lo atribuye todo al Señor: porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo (Lc 1, 48-49).
En el Magnificat, cántico tejido por la Virgen —bajo inspiración del Espíritu Santo— con expresiones tomadas del Antiguo Testamento, se retrata el alma de María.
Es un canto a la misericordia de Dios, grande y omnipotente, y simultáneamente una manifestación de la humildad de Nuestra Señora. Sin que yo hiciese nada —viene a decir—, el Señor ha querido que se cumpliera en mí lo que había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje, para siempre.
Mi alma engrandece al Señor , no porque mi alma sea grande, sino porque el Señor la ha hecho grande.
María humilde: esclava de Dios y sierva de los hombres. Permanece tres meses en la casa de Isabel, hasta que nace Juan.
Y, con su presencia, llenará de gracias también a Zacarías, para que cante al Señor un himno de alabanza y de arrepentimiento, con toda la fuerza del habla recobrada: bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo (Lc 1, 68).
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