La palabra “ecología” es un neologismo creado por el estudioso alemán Ernst Haeckel (1834-1919), que proviene de dos palabras griegas: oikós (casa, hábitat) y logos (tratado sobre).
Estamos ante una palabra talismán contemporánea. Está de moda la ecología, y nuestra generación ha crecido en esta creciente sensibilidad hacia la creación viendo en ella una naturaleza a admirar, a cuidar, a agradecer… según sea la mirada de quienes se asoman a ella. Pero no todas esas miradas ecológicas tienen una idéntica perspectiva. Desde quienes utilizan su compromiso ecológico como una herramienta antisistema que pretende horadar los gobiernos y los poderes varios, a quienes sencillamente se dejan zambullir en una belleza arcaica y natural buscando en ella el placer estético y encontrando una alternativa de sosiego pacificador, hasta quienes descubren en esa maravilla no sólo el encanto natural que de suyo tiene, sino que logran entrever la huella del Creador que por doquier ha dejado firmada en esa creación regalada tan gratuitamente por Él.
En el poemario de Federico García Lorca decía el escritor granadino en el Romance Sonámbulo su célebre «Verde que te quiero verde»[1]. Lo verde puede estar de actualidad desde hace unos decenios como una de las causas que con frecuencia se esgrimen desde las distintas posiciones culturales y políticas. Y, sin embargo, hay otra óptica posible que no contradice a las citadas, pero sí que aporta una cosmovisión religiosa que no es desdeñable, o no debería serlo. Verde soñó Dios su obra, verde como la esperanza que nos regala su esmeralda bella y buena cuando la miran sus ojos creadores. Así rezan los primeros versos de la Biblia cuando nos cuentan cómo hizo Dios sus cosas llamando a cada una mientras iba poniéndoles un nombre. Miró lo que sus manos amasaron, cuando sus labios lo llamaron a la vida, y esos ojos cálidos vieron la firma de su autor con la rúbrica de la bondad y la belleza.
1. Volviendo a los orígenes para sembrar un futuro mejor
Podría parecer un cuadro naïf, una película animada digna de los estudios Pixar o Disney, que nos presentase la vida con colores pastel. Todo bueno, todo bonito, todo barato, todo posible a un golpe de click. Pero esa belleza y bondad con la que Dios firmó su obra creadora. Algo sucedió que introdujo la extrañeza y la sospecha que llamamos pecado original y por ello pecado originante de todos nuestros desastres morales: una escalonada e inevitable triple ruptura se verificó en la tragedia del Edén del jardín primero: se huye de Dios ante quien se siente miedo, se esconde uno del próximo-prójimo ante quien se siente pudor y vergüenza; se transforma la relación otrora amistosa con la vida y sus factores, para trabajar con fatiga y sudores de frente, para alumbrar con dolores de parto la misma existencia[2].
Queda el jardín así de trucado y truncado, y el ángel mensajero de buenas noticias tantas veces, deberá comunicar y ejecutar la expulsión de un jardín habitable, acogedor, en donde Dios era amigo, el hombre hermano y las cosas resultaban cómplices de la bondad y la belleza, cómplices de lo mejor. Cuando hojeamos los rincones de la historia llegamos a reconocernos en ese espacio solaz, el jardín de los recuerdos y de las nostalgias, y lo hacemos como quien no se resigna jamás a una expulsión o autoexpulsión para la que no fuimos hechos. Esta es la historia que Dios mismo nos volverá a proponer sin enfado frustrante ni desprecio malhadado. Volver a empezar con una lejana promesa en ciernes: venir Él mismo a contárnoslo a través de los labios humanos de su propio Hijo, quien vino a repartirnos la gracia con sus propias manos.
Hubo un hombre y una mujer en el jardín primero. Tantos otros después se han adentrado en el jardín de siempre. Pero me viene a la mente el ejemplo de dos cristianos particularmente sensibles a esta causa jardinera, que acertaron a colocarse en él de un modo integral, sin distorsionar ninguno de los habitadores del mismo: sin esconderse de Dios, sin inculpar al hermano, sin dañar a los demás seres ni ser por ellos dañados. Esta singular pareja del solar humano se llamaban Francisco y Clara de Asís. Ellos descubrieron en el jardín de la vida lo que significa amar a Dios sin hacerlo contra el hombre; lo que quiere decir amar al otro exclusiva pero no excluyentemente; por qué los seres todos son hermanos.
Por eso podemos entonar el canto de los santos, quienes más allá de toda apariencia manchada y envilecida, logran ver el horizonte de las cosas con la mirada del mismo Dios, hasta el punto de poder exclamar sin ingenuidad ficticia: «Alabado seas, mi Señor, con todas las criaturas»[3] como cantaba Francisco, o «Tú, Señor, seas bendito porque me creaste»[4] como concluye su vida Clara.
Efectivamente, la vida es bella…, no porque nos ponemos de acuerdo para engañarnos simplonamente como si las cosas no tuvieran su lado oscuro, o porque nos autosugestionamos para superar el trago intragable de las dificultades cotidianas, sino que la vida es bella porque la Belleza presente en su entraña es infinitamente mayor y eternamente más perdurable que todos los episodios fugaces juntos con los que los hombres expulsando de nuestro mundo a Dios, hemos cerrado las fronteras a lo mejor de nosotros mismos. Es bella como la han visto los ojos de los santos. No es una paradoja el que se puedan dar en la existencia real esas aparentes contradicciones, ya presentes en el mismo Evangelio cuando donde hay muerte, Jesús veía vida, o donde había pobreza, hambre y sed, llanto, persecución, Él veía bienaventuranza[5]. No cambian las cosas, pero sí el modo de mirarlas, abrazarlas y vivirlas.
La ecología integral conjuga esa casa común en la que todos habitamos, acertando a convivir de modo adecuado con Dios, con los hombres hermanos y con la historia misma en lo que tiene de ambiente, de respeto natural y de confraternización. Dios, el hombre y el mundo, son los tres interlocutores distintos pero inseparables de esa ecología integral.
2. La ecología integral en la palabra de los últimos papas
El Papa Francisco nos ha regalado una preciosa encíclica en Laudato Si’. No es un simple refrendo ecologista, ni un posicionamiento sin más ante los cambios varios y los diversos climas. Sería reductor zanjar así tan amplia y profunda reflexión que se inspira en un verdadero cristiano: San Francisco de Asís y su cántico de las criaturas. Se inspira en él: porque «era un místico y un peregrino que vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior»[6].
No se trata de un canto bucólico que se rinde ante una retórica esteticista que no sabe de compromiso. Dice el Papa sobre la creación que «esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes»[7]. Pero no se aboga por un romanticismo ecológico que tuviera la impostura máxima de querer defender la naturaleza, por una parte, justificando por otra el aborto de los niños, o proteger a los seres débiles que nos rodean, pero prescindiendo del embrión humano como desechable[8].
Formamos parte de un sueño de Dios, fuimos eternamente pensados y queridos por Él como criaturas distintas de una creación bella y bondadosa. Dice Francisco conmovido: «¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: “Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía”[9]. Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso “cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”[10]»[11].
Pero tenemos tal interdependencia entre todos los seres que no podemos cuidar o destruir lo que nos rodea sin que eso afecte al resto de la creación: «Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación»[12]. Cuidar y proteger esa casa común, más allá de los intereses económicos, políticos, consumistas, es un modo de salir al encuentro de los hombres más pobres: «Dios creó el mundo para todos. Por consiguiente, todo planteamiento ecológico debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados… “Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno”[13]»[14].
Se invita a una ecología integral: ambiental, económica, social, cultural, cotidiana[15]. Todos estamos comprometidos, creyentes y no creyentes, quienes tienen una responsabilidad política[16] y cuantos vivimos la fe con una espiritualidad que se hace educación y genera una nueva cultura[17]. Alabado seas, mi Señor, por la vida que nos das, por los ojos para contemplarla, por el corazón que nos mueve a cuidarla y a compartirla.
Estamos ante el gran tema de la ecología integral, y será el papa Francisco quién desarrollará su concepto en su encíclica Laudato Sii. Pero tanto el papa San Juan Pablo II como luego Benedicto XVI también abordaron la cuestión.
El primero en su encíclica Centesimus Annus (38-39), hablaba de lo que vino a llamar la cuestión ecológica:
“Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo. El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de «crear» el mundo con el propio trabajo, olvida que éste se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él”[18].
Estamos ante un juicio valiente sobre el gran chantaje que la sociedad opulenta construida sobre el materialismo consumista e insolidario no ha dejado de imponer de tantos modos. Frente a esa esclavitud de un consumo por el consumo que ha minado la libertad reduciéndola de modo tramposo a un compulsivo afán de consumir, sobresale como un libertador contrapunto el ejemplo que la misma creación nos ofrece si la contemplamos con una mirada receptiva y creyente: Dios ha hecho las cosas gratuitamente, y su obra creada nos invita a entrar en esa dinámica de la gratuidad.
Usando una de sus palabras preferidas para señalar la incoherencia de la sociedad posmoderna, afirma Francisco que «cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecientan su voracidad. Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos para comprar, poseer y consumir. En este contexto, no parece posible que alguien acepte que la realidad le marque límites»[19].
Así lo vivió San Francisco de Asís, como recordaba el papa Benedicto XVI en un encuentro con jóvenes en su peregrinación a Asís en el año 2007: «como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no sólo se extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo y por Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos descansan en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la hermana luna, desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada interior se hizo tan pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador en la hermosura de las criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser una altísima página de poesía y una invitación implícita a respetar la creación, es una oración, una alabanza dirigida al Señor, al Creador de todo»[20].
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Santarem-Lisboa, 2 de ago. de 2023
[1] F. García Lorca, Romancero gitano (Akal. Madrid 2012) 103.
[2] Cf. Gén 3.
[3] Cántico de las criaturas, 3.
[4] I. Omaechevarría, «Leyenda de Santa Clara», 46, en Escritos de Santa Clara y documentos complementarios (Bac. Madrid 2004) 180.
[5] Cf. Lc 8, 52; Mt 5, 3-12. l Dice al respecto el Catecismo de la Iglesia Católica: «Las bienaventuranzas… son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos» (nº 1717).
[6] Francisco, Laudato si’, 10.
[7] Francisco, Laudato si’, 2.
[8] Cf. Laudato si’, 120.
[9] Jer, 1,5.
[10] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino (24 abril 2005).
[11] Francisco, Laudato si’, 65.
[12] Francisco, Laudato si’, 89.
[13] San Juan Pablo II, Centesimus annus (1991), 31.
[14] Francisco, Laudato si’, 93.
[15] Cf. Francisco, Laudato si’, 138-162.
[16] Cf. Francisco, Laudato si’, 164-198.
[17] Cf. Francisco, Laudato si’, 200-232.
[18] San Juan Pablo II, Centesimus Annus, 37.
[19] Francisco, Laudato si’, 204.
[20] Benedetto XVI, Solo l’infinito riempie il cuore. Le parole del Papa pellegrino ad Assisi (Porziuncula. Assisi 2007) 59.
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