Muy estimada Luisa y demás familiares de Antonio, sacerdotes concelebrantes, autoridades presentes, amigos y hermanos todos en el Señor. Que Dios llene de Paz vuestros corazones y acompañe nuestros pasos por los caminos del Bien.
No por esperada la noticia del fatal desenlace deja de flagelar nuestro sentimiento cuando llega el momento del temido adiós de alguien que has querido de veras. A diario hay un sinfín de esquelas sobre las que pasamos la mirada distraídos al final de los periódicos que leemos. Son anónimas para nosotros. Pero pierden su desinterés cuando ese nombre y apellidos, la edad que reseñan, y su apretada biografía coinciden con esa persona nuestra que tienen la sangre de nuestra familia, la solera de nuestra amistad, el respeto de nuestra admiración. De pronto se interrumpe esa relación familiar, amistosa y de reconocimiento social, cuando nos asomamos a ese tramo final de una vida que en un féretro nos reclama la última atención.
Atrás quedan tantas cosas vividas, compartidas, dialogadas o debatidas, sin que podamos prolongar un instante más lo que ha sido admirado en esa persona a través de los años que nos han podido acercar. Me vienen a la memoria las líneas con las que nuestro premiado escritor Javier Marías describía estos momentos: “Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar…; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más…Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’” (J. Marías, Los enamoramientos. Pág. 45). Así de plástico y realista se dibuja el momento duro de un adiós.
Todos los aquí presentes hemos tenido que ajustar nuestras agendas en la medida de lo posible, para hacer hueco a una visita intrusa que nos ha secuestrado nuestros anotados compromisos desplazándolos irremediablemente. Por muchos motivos ha primado en esta decisión nuestro recuerdo agradecido hacia Antonio Trevín, su familia, sus amigos y sus compañeros. Yo lo he hecho con todo afecto, aunque me ha resultado complicado, pero en todos han ido pasando a un segundo plano nuestros quehaceres cotidianos. Es un rito que todos hacemos cada mañana según nos despertamos: damos por supuestas las cosas como si estuviera en nuestra mano fijar cumplida su cita según nuestro calendario y horario. Y sin embargo hay otra agenda que no cuenta con nosotros, que no tiene en cuenta nuestro reparto de amores, desamores, ilusiones soñadas y labores a destajo.
El corazón, como un imposible reproche ante el hecho de morir, nos impone de modo fiero esta última verdad: que no hemos nacido para la muerte. Lo decía humilde- mente ese poeta agnóstico italiano, Cesare Pavese: “¿por qué, si nadie me ha prometido nada, mi corazón no sabe dejar de esperar?”. El corazón tiene sus razones y expresa de tantos modos sus creencias en la intimidad de su silencio. Y es que, aun sabiendo que desde que nacemos, desde que somos incluso concebidos, tenemos ya edad para morir, algo muy nuestro se nos pone en pie para decir que no y rebelarnos. Pero es entonces cuando nuestro corazón se abre a Dios de mil maneras y encuentra precisamente en Él al mayor mentor de nuestros anhelos más sinceros. La muerte siempre nos pone ante el quicio de nuestra última batalla y nuestra última ilusión, que es capaz de provocarnos el llanto por un adiós que siempre juzgamos prematuro e inoportuno. Surgen entonces tantas cuestiones de las esenciales, que siquiera por un instante, nos ponen ante el espejo de la verdad. De una verdad desnuda y libre, que no tiene ya nada que vender, ni nada que conquistar, ni nada que defender, sino tan sólo ser, sencillamente ser.
Me gusta recordar que nuestra historia comienza según el relato del viejo Génesis como un apunte de extrema necesidad: que no es bueno que el hombre esté solo, porque Dios de quien somos imagen no es soledad. Para el encuentro nos creó Dios, en la armonía que une y funde nos soñó, para el amor puso en nosotros lo mejor de sí mismo: la luz de los ojos, la ternura de las manos, lo entrañable de la compasión, la sonrisa esperanzada, el llanto sereno, los latires del corazón.
Y si no es bueno que el hombre esté sólo, como documenta el relato del Génesis en el encuentro de un solitario Adán con una inmerecida Eva, ¿por qué, entonces, la belleza de este encuentro parece que queda fatalmente manchada y la bondad de este amor queda tan inútilmente envilecida?; ¿por qué este trance maldito, que nos parte y abruma, si todo nuestro ser clama por algo que no termine, por una unión que nada la separe, por un abrazo enamorado y amistoso que nadie ni nada pueda disolver?
¡Estas preguntas duelen de modo casi infinito cuando es alguien cercano y querido cuya separación nos las despierta y exalta! ¡Cómo salta fácil la tentación de refugiarse en un sollozo fugitivo, lejos de todos y hasta de uno mismo, cuando sentimos que el peso de este dolor nos supera y acorrala! ¿Será el camino la tristeza o la huida? ¿Nos devolverá el sosiego el mutismo o la blasfemia? ¿Será, acaso, la nostalgia de ese pasado vinculado al esposo o al amigo lo que nos alivie y devuelva la paz? Bien sabemos que no es así, que estamos ante un misterio ante el que no caben más palabras que nuestro silencio. Y esto es lo que explica que nos ayuntemos en momentos así, que nos miremos, que nos abracemos, sabiendo que el dolor no puede ser suplido por nadie, ni podemos arrancarlo, aunque queramos. Tan sólo podemos ofrecer una humilde compañía discreta y respetuosa, acompañándonos en el sentimiento. Pero ni siquiera la nobleza de este gesto tan lleno de humanidad es bastante para los creyentes. Y de esto habla la liturgia exequial, que con in- mensa delicadeza trata de respetar el dolor debido, pero nos abre a la esperanza cierta. Así lo hemos escuchado en el Evangelio, cuando Jesús mismo quedó conmovido ante la muerte de su amigo Lázaro, poniendo en su propio llanto las lágrimas de Dios.
Conocí a Antonio a mi llegada a Asturias como nuevo Arzobispo. En la ronda de visitas institucionales, también acudí a la Delegación del Gobierno que en ese momento él dirigía. Recuerdo ese rasgo de bonhomía y de amable afabilidad que ayer y hoy tantos hemos podido describir como el perfil de este buen hombre que hacía fácil el diálogo franco, sincero el encuentro humano y respetuosa la legítima discrepancia. Se interesó por mi trayectoria, por mis estudios, por mis inquietudes y deseos al llegar a una tierra como Asturias tan marcada por la libertad, el compromiso social y la apertura de la comunidad cristiana en la construcción de la sociedad que nos queríamos dar.
Yo hice lo propio a su respecto, y también él se sinceró enseñándome sus cartas sin trampas en aquel inicio de una relación que se ha ido fraguando y consolidando con el paso de los años. Admiré su pasión por la alta política desde su clave socialdemócrata, su juicio mesurado sobre las cosas y el respetuoso parecer ante los propios y los adversarios. No siempre lo tuvo fácil. Y tanto más emerge su figura, cuando el talante humano y su perfil político se distancia de otros derroteros que en esos días tantos lamentan. Pero su compromiso sociopolítico tenía también otra peculiar referencia que nos hizo más cer- canos, confidentes y hasta hermanos: su reconocible admiración por Jesús de Nazareth, y por la tradición cristiana en una Iglesia comprometida por los desfavorecidos en aras de la justicia genuina, la libertad auténtica, la verdad sin falacias y la sana igualdad. Valores todos ellos en los que alguien de su sensibilidad política podía nutrir con el bagaje de su fe indisimulada y confesada.
En esta celebración cristiana del funeral por Antonio Trevín, rezamos para que el abrazo del Señor haya sido como el Señor lo prometió y como él mismo lo fue acogiendo. Antonio me pedía que rezase por él en nuestras últimas comunicaciones. Y así lo hice con todo mi afecto. Los pésames pasarán, las coronas de flores marchitarán, incluso el dolor tan fresco y tan caliente se irá lentamente mitigando, quedando luego el recuerdo agradecido de quien no podemos ni queremos olvidar. Pero hasta que nos volvamos a encontrar para nunca más separarnos, mientras recorremos nuestro tramo, el asignado, caben los versos de nuestro poeta castellano que a modo de hasta luego nos regala en estos versos póstumos su creyente última voluntad:
Viví jugando a demasiadas cosas, a vivir, a soñar, a ser un hombre.
Tal vez nazca al morir, aunque me asombre, como nacen, soñándose, las rosas.
Dame tus manos misericordiosas para que el corazón se desescombre.
Dime si es cierto que, al pensar tu nombre, se vuelven las orugas mariposas.
Sé que los cielos estarán abiertos y aún más abierta encontraré la vida. Ya no seremos nunca más cautivos. Ganaremos, perdiendo, la partida.
Y, pues hemos vivido estando muertos, muriendo en luz despertaremos vivos.
Y entonces vio la luz. La luz que entraba por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba. Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas; ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura; tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.
(J.L. Martín Descalzo. Testamento del pájaro solitario. Madrid 1991, 67. 101).
Sí, llegados a la orilla a la que Antonio ha llegado, veremos con los ojos de Dios, y nos amaremos con su pálpito, y no habrá luz de lámpara ni de sol, porque será Él quien nos alumbre (Apoc 22,3-5). Así, después de todas nuestras dudas, tras todos nuestros en- sueños y harturas, cuando hayan terminado nuestros errores y certezas, también nosotros entraremos con los nuestros en la casa hermosa de nuestro único Padre, en la tierra de promesa, en el hogar dulce y apacible, donde serán secadas nuestras lágrimas, se nos quitarán todos nuestros lutos y seremos vestidos de danza y canto para una fiesta que no termina nunca (Salmo 29), donde sabremos que los besos y abrazos dados no se perderán ninguno, las palabras dichas encontrarán su significado y el testimonio de nuestra anda- dura será reconocido y pacificado. Descanse en paz Antonio, tu esposo, Luisa, y nuestro querido amigo entrañable. Este maestro de escuela, político y cristiano, nos ha dejado en su vida la mejor lección que ha podido regalarnos. Que la Santina le proteja en este su último viaje. El Señor os bendiga y os guarde.
Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Basílica de Llanes (Asturias)
25 julio de 2025
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