Caminando entre el estío del verano, la palabra de Dios en este domingo XV del Tiempo Ordinario nos invita principalmente a hacer nuestras tres enseñanzas hermosas en las que yo quisiera fijarme particularmente... Los mandamientos nos encaminan a la conversión del corazón, la necesidad de reconocer la autoridad de Cristo, que lo es todo en todas las cosas, y la enseñanza del buen samaritano, que nos reclama la compasión hacia todo el que sufre, aunque sea aparentemente contrario o nos tenga por enemigos. Sólo viviendo la ley de Dios aceptaremos a Cristo como Señor y Rey de nuestra vida, y desde ahí trataremos de practicar la misericordia a ejemplo de quien es rico en ella.
La primera lectura del libro del Deuteronomio nos presenta uno de los versículos más queridos para el pueblo elegido, que con tanto celo y piedad sigue repitiendo hoy: ''Escucha la voz del Señor, tu Dios, observando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el libro de esta ley, y vuelve al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma''. Yahvé establece un pacto con su pueblo, en el que no vale todo, sino que pasa por una ley de mandatos y preceptos, y esto sigue vigente para nosotros hoy. Los mandamientos no suponen ideas trasnochadas o irrealizables; el mismo autor nos lo ha recordado: ''Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable''. No estamos por tanto ante metas inaccesibles, sino que nos pide el Señor aquello que Él bien sabe que podemos lograr: ''El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas''. Estamos ante un lucha interna; aparentemente pudiera parecer que el Señor nos dice que es malo todo lo que nos parece llamativo, pero si somos sinceros, es exáctamente todo lo contrario, lo que Él quiere es liberarnos de las trampas de este mundo que nos esclavizan. El Salmista aporta su particular oración como resumen a toda esta cuestión: ''Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón''
La segunda idea nos la trae San Pablo en su segunda epístola a los Colosenses. Ya en otra ocasión comenté intencionadamente el lema episcopal de nuestro arzobispo: "Cristo es todo en todas las cosas" (Christus omnia in omnibus), y es que el mismo está sacado también de la carta de San Pablo a los Colosenses, aunque en otro pasaje. Como veis, vuelve a incidir el Apóstol en esta cuestión de la supremacía de Jesucristo, tanto en lo referente a la creación como en la obra de la salvación: ''Cristo Jesús es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y dominaciones, principados...'' Estamos ante un himno cristológico que no resalta la superioridad de Cristo sin más, sino que al reconocerlo como Hijo de Dios, nos lo presenta como Salvador, como cabeza de la Iglesia... Jesucristo es el centro, no sin más, sino porque creemos que el Verbo se hizo carne, y que en la humanidad de Jesús de Nazaret no queda fuera su divinidad: ''Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud'', por eso contemplando a Jesucristo vislumbramos también la gloria del Padre. A imagen de Dios fuimos creados, y esta imagen deformada y dañada por el pecado es restaurada por Cristo a través de su muerte y resurrección. Qué hermosa forma de llamar al resucitado: “primogénito de entre los muertos”; es decir, que fue el primero en salir con vida del sepulcro. Y si lo llama "primero", es porque ya da por hecho que los que sigamos sus pasos también participaremos en su momento de la misma suerte y dicha.
Y por último, el evangelio de este domingo es una página no solo bella, sino con una enseñanza muy necesaria para nuestros días. El contexto del hecho sucede entre los maestros de la Ley: ahí está Jesús en medio de ellos cuando uno le hace la pregunta que todo ser humano en algún momento de su existencia se hace: «¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Y Jesús no se anda por las ramas, no responde con un acertijo complicado, sino que nos da la respuesta al examen señalándonos cuál es el camino para ir al cielo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente... Y “a tu prójimo como a ti mismo”». Ya está: en una frase Jesucristo lo ha condensado todo y, por desgracia, seguimos sin enterarnos de lo que significa seguir a Jesús, de cuál es el camino para ir a Él, y que debemos equilibrar en nuestra vida la balanza del amor a Dios y a los hermanos, pues el error está en centrarnos sólo en una parte: ''Haz esto y tendrá vida'' -le dice Jesús al escriba- y nos lo dice también a cada uno de nosotros. Y aquí surge otra pregunta del Maestro de la Ley al Nazareno: «¿Y quién es mi prójimo?». Y Jesús le responde con la parábola del hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y que cayó en manos de unos bandidos. Nos conocemos bien esta historia; sin duda uno de los relatos más reconocidos del Nuevo Testamento. Si volvemos la mirada a las lecturas previas, encontramos mucha correlación. El maestro de la ley lo que esperaba de Jesús era una puntualización o explicación jurídica, y en su lugar el Maestro le regala una enseñanza sobre el corazón.
Los personajes de la parábola son víctimas de ese cumplimiento farisaico de la ley a pies juntillas, sin ponerle corazón. Los dos primeros que pasaron junto a aquel pobre hombre herido le ignoraron; quizás el sacerdote tenía prisa por llegar al templo para ofrecer a Dios su incienso, o el levita lo creyó por muerto o enfermo y no quiso verse impuro y contaminado. La puntilla Jesús la da con el tercer personaje, un samaritano, que fue el único que al ver al herido y tirado al borde del camino se detuvo a socorrerle, e incluso le traslada a un lugar seguro donde poder recuperarse y reponerse. El Señor rompe los esquemas a todos, pues aquel pobre judío apaleado fue ignorado por los suyos y, sin embargo, salvado por un réprobo de la ley. Hablamos en nuestro lenguaje coloquial del buen samaritano, esa persona que hace el bien sin mirar a quién. Y este es Jesucristo en nuestra vida, el que nos saca de nuestras cunetas, de nuestra postración, el que carga con nosotros en sus brazos y nos lleva a donde ser curados ''con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza''. Se nos llama a ser compasivos y misericordiosos, pero no como algo complementario, sino porque esa es en esencia la característica del Dios de Jesucristo que se arrodilla para sacar del borde del camino hasta a quien lo tiene por enemigo. Por eso los Santos Padres siempre tuvieron claro que quien realmente estaba bajo las ropas del Samaritano era el mismo Dios. San Agustín hace una disertación muy interesante sobre la parábola. Para él, Jerusalén representa el paraíso, los salteadores al diablo y sus huestes, las heridas los efectos del pecado, el sacerdote y el levita a los hombres de ley del momento, el hombre medio muerto al ser humano que ha perdido la inmortalidad, y el samaritano a nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera en el verano podemos tomarnos vacaciones de ser buenos samaritanos para tantos semejantes que están en los bordes de nuestra vida, incluso a aquellos que no nos quieren bien o nos odian; estamos llamados a socorrer y curar, como hace el Señor con nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario