(La Puerta de Damasco) Me ha llamado la atención una columna sobre la eucaristía publicada por un reconocido novelista en un periódico prestigioso, sobre todo en ciertos ambientes sociales y políticos. Se titulaba, dicho artículo, “Detonación metafísica”. La tesis que exponía, si he entendido bien, es que si en la eucaristía “cuando el sacerdote consagra la hostia y el vino, aquella se convierte literalmente en el cuerpo de Cristo y este en su sangre. No metafóricamente, no simbólicamente, no: de forma literal”, se produce entonces “una operación ontológica de primer orden, un cambio radical de sustancia”.
Si esto es lo real, lo metafísico, la apariencia, lo que se muestra es, a los ojos del escritor, algo diferente: “Pero entras en una iglesia y lo que ves es un hombre en casulla con gesto cansado, unos monaguillos distraídos y un puñado de fieles pensando en la lista compra”. Y, como solución ante la paradoja concluye: “Es posible que la Iglesia haya resuelto este asunto hace siglos con una pedagogía eficaz: creer sin sentir. La eucaristía como un rito vacío más que como detonación metafísica. Eso permite que el clérigo vuelva al desayuno sin convulsiones o que los comulgantes abandonen el templo intentando recordar dónde aparcaron. Una transubstanciación higiénica, sin efectos secundarios. Aunque quizá, por otra parte, el verdadero milagro sea ese: que la humanidad pueda asistir a un hecho extraordinario como el que ve Cifras y Letras”.
Cuando algo complejo se reduce a algo demasiado simple es porque, muy probablemente, se ha producido, accidental o intencionalmente, algún cortocircuito. Ya no se sabe muy bien si el texto ensalza la transubstanciación eucarística o si, a un nivel más elemental, critica o satiriza lo que el autor considera que es la fe de los creyentes que acuden a misa. Los literatos se conceden muchas licencias estilísticas. Hablar de “detonación metafísica”, a mi juicio, contrapone un elemento que pertenece a la esfera de los fenómenos -una explosión, estallido, estampido, estruendo, disparo o tiro – a un ámbito que, propiamente, corresponde no a lo que aparece, sino a lo que es, más allá de la apariencia; es decir, a lo metafísico. Lo metafísico no tiene demasiado que ver con “detonaciones”, sino más bien con sentidos y significados.
El vocabulario cristiano une lo que “aparece” y lo que “es”, la física y la metafísica, con ayuda del término “sacramental”. Los signos visibles remiten y hacen presente una realidad invisible. En la transubstanciación eucarística, lo que se ve, los accidentes, permanecen; antes y después de la consagración la “apariencia” sigue siendo la misma: pan y vino. Lo que cambia, lo que no se ve, la realidad, sí se transforma. En palabras del papa Pablo VI “en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros”.
Tiene que existir una cierta proporción entre objeto y sujeto, entre lo que aparece y lo que es, y entre lo que se percibe como aparente o se reconoce como real. Una detonación - explosión, estallido, estampido, estruendo, disparo o tiro – impresiona los sentidos de un modo muy diferente a la manera en que una convicción profunda impregna y abarca nuestra inteligencia, nuestros sentimientos y nuestra capacidad emotiva. La Biblia dice que no se puede contemplar directamente el rostro de Dios y seguir con vida, pero también enseña que Dios quiere acercarse al hombre, a la vez “desvelando” y “velando” su rostro para que el hombre pueda conocerlo y, de este modo, vivir auténticamente.
La eucaristía es signo y presencia de este Dios cercano que, en la humildad del sacramento, “vela” su rostro, para no causar nuestra muerte, sino para suscitar nuestro “asombro” y nuestra adoración. Como decía san Juan Pablo II: “Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites”. La eucaristía es el verdadero “pan cotidiano” que pedimos en el Padrenuestro. Un “pan” que nos despierta del letargo de pensar que nuestro horizonte se apaga en un programa televisivo.

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