Inmaculada siempre, y siempre pura,
diste ser, de tus carnes al Bien mío.
Así en la blanca altura
la limpia nieve se convierte en río
sin perder su limpieza y su blancura.
La carne de Dios llena
que redimió la tierra pecadora
atravesó, Señora,
tu carne de azucena,
como el cristal el rayo de la aurora.
Limpia, Madre, los cuerpos pecadores,
como limpian las aguas del riachuelo
los guijarros del suelo,
cuando van, entre jaras y entre flores,
cantando paz y reflejando cielo.
José María Pemán

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