domingo, 16 de marzo de 2025

Desde nuestro brocal: ¿Sembrar la esperanza?

En una de las películas más premiadas del cineasta italiano Ermanno Olmi, “El árbol de los zuecos” (1978), se escenifica de modo magistral la vida campesina de finales del novecento en la campiña bermagasca, al norte de Italia. Una vida dura y sacrificada, pero con una honestidad llena de la hermosa dignidad tanto humana como cristiana. Allí aparecen todos los registros de la vida misma: el nacer con toda ilusión aún sin escribir y el morir que te llama en el ocaso de tus días; el amar enamorado que te enciende el corazón y el odiar con envidia que te acorrala en los rencores; el trabajo que te astilla y el descanso que te alivia; la ancianidad llena de sabiduría y la infancia con toda su inocente algarabía; la clase pudiente con sus abusos egoístas y la clase proletaria con sus anhelos y porfías; las ordenanzas de justicia que regulan las leyes humanas y las injusticias que sólo tienen a Dios como defensor de su causa. Es toda una galería costumbrista llena de serenidad que te engancha desde el principio, y donde eres arrastrado con una sana envidia hacia el secreto de aquella gente sencilla: como el campanario de la iglesia de aquella campiña rural se oteaba y se escuchaba en toda la llanura, así estaba Dios presente en todos los momentos de la vida. En los cantos mientras trabajaban, en los cuentos e historias alrededor del fuego cada noche en familia, en la matanza del cerdo hecha entre todos los de la corrala, en los juegos infantiles con toda la imaginación desenfadada, en el respeto de la chanza tímida cuando un joven pretendía amoroso a una muchacha.

Todo un vaivén de escenas humanas llenas de sentido religioso bello y verdadero. El modo de trabajo tenía el campo como escenario. Eran agricultores en aquella inmensa planicie. Pero no sólo sembraban verduras y hortalizas, sino que había otros surcos donde sembraban precisamente lo más hermoso de la vida: la ilusión soñada, el afecto cariñoso, la lealtad amistosa, la honestidad honrada. No tenían nostalgias extrañas añorantes de pasados caducados, ni prisas ansiosas para anticipar lo que no había llegado todavía. Vivían el presente con serena pasión, tomando cada día entre sus manos lo que sus brazos podían abarcar, lo que sus miradas lograban otear, lo que en sus corazones latía con verdad. Esta era la sembradura que les protegía, que les educaba, que les permitía crecer y quererse sin aspavientos mohínos, sin ínfulas nerviosas, sin dejadez comodona.

En la vida hay muchos surcos, y son muchos los sembradores. De esa sementera depende el devenir de tantas personas y el futuro de la sociedad. Necesitamos sembradores con esa calidad humana y esa raigambre cristiana, como los que aparecen en esta bellísima película a la sombra del árbol de los zuecos. Y es lo que me ha venido a la mente cuando se acerca una fecha entrañable para la comunidad cristiana, pensando en los futuros sacerdotes: el día del Seminario que celebraremos en la festividad de San José. Porque estos jóvenes no sólo deben estudiar filosofías y teologías, músicas y letras, sino que deben aprender a sembrar. Sean o no sean luego ellos los que recojan la cosecha, el día de mañana cuando ejerzan el ministerio como curas, habrán de esparcir las semillas de la esperanza de las que tan necesitado anda nuestro mundo dislocado y alocado, con historias truculentas de mentirosos que se enrocan en los poderes con sus corrupciones varias, o iluminados que tienen en un puño el futuro de pueblos enteros a los que someten con guerras, violencias, dictaduras y amenazas, o matarifes que siegan la vida en todos sus tramos sin importarles la edad ni las circunstancias.

Necesitamos sembradores de esperanza, gente de paz, que bebiendo en la fuente de la verdad y la bondad que dimanan del Evangelio de Cristo, llenen de belleza y fraternidad la historia inacabada de nuestro querido mundo, hogar de la humanidad.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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