Queridos hermanos sacerdotes, hoy es un día de fiesta fraterna en torno a un santo pastor que la Iglesia nos propone como ejemplo e intercesor. Es la sal que da sabor a nuestra vida ministerial y la luz que brilla en el candelabro de nuestra entrega, como nos acaba de recordar el santo Evangelio que hemos escuchado. Hacemos memoria de los santos porque en ellos vemos cumplido el Evangelio de Jesucristo, pudiendo escuchar en su testimonio el eco de la palabra de Dios, y en su vida bienaventurada el icono de la belleza divina. Así decimos en el prefacio de los santos: Señor Tú “nos concedes la alegría de celebrar hoy la fiesta de san Juan de Ávila, fortaleciendo a tu Iglesia con el ejemplo de su vida santa, instruyéndola con su palabra y protegiéndola con su intercesión”.
Puede parecer distante ese siglo XVI como para poder verificar hoy eso que se subraya en este prefacio como ayuda concreta y para evitar que la memoria litúrgica sea una referencia hermosa pero anacrónica. Sin embargo, tenemos muchas coincidencias como para reconocer en este hombre de Dios una compañía fraterna capaz de abrazar nuestros avatares concretos. En definitiva, los retos con los que nos desafían las circunstancias tienen siempre un sustrato común, cuando vemos que las preguntas de nuestro corazón no tienen calendario, dado que pertenecen a toda época y situación, y las respuestas de Dios tampoco caducan, sino que abrazan nuestra vida en cada momento de la historia. Así, los santos son siempre contemporáneos, de modo que un santo pastor del siglo XVI como San Juan de Ávila, puede darnos su testimonio y nosotros reconocernos en su vivencia sacerdotal.
Momentos postconciliares (para él el concilio de Trento y para nosotros el Vaticano II), exigencia de verdadera renovación eclesial, circunstancias dolorosas de ruptura y confusión, y también caminos de santidad a través de una generación de hombres y mujeres que acertaron a poner nombre a sus desafíos y acogieron las luces y las gracias con las que el Señor sostuvo y abrazó la verdadera esperanza. Decía Benedicto XVI en la liturgia del doctorado de San Juan de Ávila que fue un “profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica. Se dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia”. Ahí está el perfil ministerial que le hace contemporáneo a nosotros: la palabra de Dios escuchada, estudiada y predicada con inmenso celo; los sacramentos cristianos, especialmente la santa Eucaristía y la penitencia como perdón de los pecados; la formación de los futuros sacerdotes y la formación continua que nos pone al día de la gracia en nuestras necesidades humanas, cristianas y sacerdotales; la atención a la vida consagrada y a los laicos que se nos confían. Este fue el itinerario de San Juan de Ávila como auténtica fecundidad en la reforma que la Iglesia de su época y de la nuestra más necesitaba.
El secreto de su santidad sacerdotal sabemos que era profundo y sencillo a la vez, porque se nutría de la Palabra de Dios que conocía con hondura y gusto, la devoción eucarística en lo que tiene de presencia del Señor resucitado en la santa Hostia, como en la celebración de la Cena del Señor en cada santa Misa. Una atención hacia los pobres que comenzaba por su misma vida de pobreza. El vasto ministerio de acompañar a las personas en sus preguntas, sus heridas, sus trampas y pecados, como en sus inquietudes más llenas de verdad y virtud que las hacía ser buscadoras del rostro de Dios. Por sus sabios consejos y acertados discernimientos pasaron obispos, sacerdotes, religiosas y muchos laicos. Para cada uno tenía una palabra de luz clarificadora, de bálsamo consolador, de corrección amorosa, de ánimo confiado. En sus muchos escritos, denota su sólida formación teológica aprendida con los mejores maestros de la emergente Universidad Complutense de Alcalá de Henares fundada por el cardenal Cisneros.
En la carta 222 de su epistolario habla de la amistad con Dios y con los santos, como un verdadero itinerario de ayuda en nuestro camino cristiano y sacerdotal. Porque a veces llamamos amistad lo que simplemente es conveniencia de camaradería corporativa que tan sólo busca quien nos aplauda, nos dé la razón y nos excite los humores del rencor, el resentimiento y la venganza. Esto no es amistad sino búsqueda de complicidad extraña que nos acaba arruinando de tantas maneras. Por eso dice San Juan de Ávila: “hemos de pensar que tenemos un grande Amigo, que es Dios, el cual nos tiene presos los corazones en su amor; que le queremos en grandísima manera bien, y que Él nos manda que tengamos otros muchos amigos, que son sus santos” (Carta 222, 584-585).
Es decir, ser amigos de los amigos de Dios. Esta es la hermosa invitación a la fraternidad que nos permite crecer y madurar, con un tipo de amistad que nos acompaña sin suplirnos, que nos alienta de veras sin ninguna frívola lisonja, que nos corrige con afecto sin hurgar en la herida que nos desangra. Es la amistad que nos encamina hacia el destino para el que nacimos, más allá de nuestros extravíos que nos pierden, nuestros cansancios que nos aplanan, nuestras derivas inconfesadas en la que sentimos perdidamente el daño que nos enajena.
Es un santo que compromete cuando se le presta atención en su enseñanza, porque no propone caminos enajenantes, ni ideas abstractas, sino que te confronta con dulzura para meterte por entero en lo que te invita a considerar. Así lo decía respecto de nuestra capacidad de crítica a los demás evitando mirarnos en nuestra personal pequeñez y pobreza porque, como afirmaba el Maestro Ávila, “más fruto se saca examinando cada uno su conciencia, que queriendo remediar la ajena”.
Es una fiesta litúrgica muy nuestra, porque la Iglesia nos propone el ejemplo y la intercesión de este santo sacerdote como una cita en la que volver a renovar el sí de nuestra fidelidad al Buen Pastor que nos llamó a su mismo ministerio. Es el patrono del clero secular español y a su intercesión nos acogemos junto a su precioso ministerio. En el prefacio de los santos lo decimos con gratitud: Señor, “manifiestas tu gloria en la asamblea de los santos, y, al coronar sus méritos, coronas tu propia obra. Tú nos ofreces el ejemplo de su vida, la ayuda de su intercesión y la participación en su destino, para que, animados por su presencia alentadora, luchemos sin desfallecer en la carrera y alcancemos, como ellos, la corona de gloria que no se marchita”.
Así lo pedimos al Señor por la intercesión de este santo presbítero para que nos ayude sin desfallecer hasta alcanzar esa corona inmarcesible que Dios reserva a sus hijos que se abrieron a la misericordia. Y como aprendimos del Maestro Ávila, nos ponemos en las manos maternas de Santa María en este rincón tan nuestro donde veneramos la Santina de Covadonga, porque como decía él en uno de sus sermones sobre María, “el que no cabe en los cielos, en tus entrañas se encerró; bien cabrás, pecador, en las entrañas de la Virgen. Señal de predestinación, tener gran devoción a la Virgen”.
El Señor os bendiga y os guarde, hermanos sacerdotes.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Covadonga, 10 mayo de 2024
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