(C.E.E.) Un año más, la celebración litúrgica de la solemnidad de la Santísima Trinidad nos ofrece la ocasión de recordar con gratitud en nuestra oración a aquellos que se han consagrado enteramente a vivir a la luz del misterio eterno. Ellos y ellas son «los que rezan». Así los reconocemos, con sencillez y profundidad, a través del apelativo con que damos nombre a la Jornada Pro Orantibus. Son «los que rezan» porque han hecho de la actitud orante —que es inherente a la fe, pero se modula de distintos modos según los carismas— regla y medida de todas las cosas: las internas y las externas, las personales y las comunes, las decisivas y las pasajeras, las del corazón y las del mundo. No hay más que atravesar los muros de un monasterio para caer en la cuenta de que allí la realidad se rige por esa otra ley, tan distinta a la que normalmente nos arrastra, que surge de las entrañas del Evangelio. Contemplar para asentir a la verdad y la bondad y la belleza del Dios que se revela a cada instante: he aquí la disposición orante que configura los tiempos, las formas, las relaciones, las mociones y la misión de quienes hacen memoria en el seno de la Iglesia del unum necessarium que el Señor pronunció como norma suprema de vida delante de sus padres, primero (cf. Lc 2,49), y de Marta y María, después (cf. Lc 10,42).
Precisamente María, la hermana de Betania, y María, la madre del Señor, constituyen iconos perennes para los consagrados contemplativos que, a través de los siglos, se arrodillan ante el Amigo para escucharlo (cf. Lc 10,39) y meditan todas las cosas del Hijo en su corazón (cf. Lc 2,19). Lo cual les conduce a estar cerca del Señor en toda circunstancia, incluso allí donde imperan las tinieblas del dolor y el sinsentido: en la tumba del hermano muerto o en la cruz del hijo agonizante. Tanto por su mirada, que les permite escrutar gozosamente el amor de Dios en la faz de Cristo, como por sus pies, que las sitúan a la vera de Cristo hacia el Calvario, ambas representan ejemplos eximios de la vocación contemplativa en la Iglesia. En ellas se cumple esa peregrinación interior por la que la visión humilde del Señor en todo tiempo y lugar termina traduciéndose en una senda esforzada de discipulado. En la historia de estas mujeres, que aparecen casi siempre discretamente, en un segundo plano, en silencio y totalmente volcadas hacia Cristo, conocemos la verdad profunda del seguimiento del Señor para todos, pues comprendemos que quien pone sus ojos en Cristo con serenidad y sinceridad no puede dejar de mirar lo que él mira y de caminar por donde él camina. Una mirada y un camino cuyo horizonte último es el Padre, que sale siempre al encuentro de los hombres —tantas veces heridos y perdidos— para que entremos en su voluntad.
Esta vida escondida, en que se conjugan contemplación y obediencia, define la singularidad vocacional de «los que rezan». El lema escogido para la Jornada de este año 2024 lo recoge exactamente así: «Contemplando tu rostro, aprendemos a decir: “¡Hágase tu voluntad!”». Podríamos decirlo también desde la perspectiva inversa: «Haciendo tu voluntad aprendemos a contemplar tu rostro». Se trata de un movimiento con cadencia de ida y vuelta que, justamente porque apela a los dos polos de la experiencia (el receptivo y el activo, el don y la respuesta), hace crecer la fe hacia cotas cada vez más intensas de relación con Dios y oblación fraterna. Lo que el Señor espera de nosotros y del mundo nos interpela vivamente cuando contemplamos su santa faz, así como su imagen llagada y resucitada nos asalta en la realidad concreta cada vez que intentamos obrar según su voluntad. San Bernardo de Claraval, alma gigante en la vasta historia de la vocación monástica, describió muy bellamente esta dinámica cuando trató de referir por qué y cómo debe el monje crecer en la contemplación del Señor de grado en grado. Decía el santo:
Amadísimos hermanos, este es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. […] Ya que la vida está en la voluntad del Señor, indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que está en conformidad con la voluntad del Señor. […] Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo […]. En estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual: […] por el primero, nos fundaremos en el santo temor y en la verdadera humildad; por el segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor (san Bernardo, Sermón 5 sobre diversas materias 4-5). Al mirarnos en el rostro de Cristo, como la vida contemplativa hace y nos invita a hacer, dejamos por un momento de considerar nuestro propio interés para acoger el querer del Padre. Y el querer del Padre no es sino que el hombre viva conforme a la gloria del rostro de su Hijo.
Hermosa circularidad que explica el engranaje profundo de nuestra fe devolviéndonos una y otra vez a la senda del Señor, aquel que fue capaz de cantar las grandezas eternas de Dios Padre (cf. Lc 10,21) al tiempo que derramaba su sangre en los vericuetos más oscuros de la historia para hacer su voluntad (cf. Lc 22,42). Cuando el Espíritu, que vibra en el Hijo, ilumina nuestros ojos también moviliza nuestros pasos, porque en el fondo todos queremos estar allí donde quiere que estemos quien nos quiere. Así lo recordó el papa Francisco en 2016 en el número 11 de la constitución apostólica Vultum Dei quærere sobre la vida contemplativa femenina:
Contemplar, pues, es tener en Cristo Jesús, que tiene el rostro dirigido constantemente hacia el Padre (cf. Jn 1,18), una mirada transfigurada por la acción del Espíritu, mirada en la que florece el asombro por Dios y por sus maravillas; es tener una mente limpia en la que resuenan las vibraciones del Verbo y la voz del Espíritu como soplo de brisa suave (cf. 1 Re 19,12). No es por azar que la contemplación nace de la fe, la cual es puerta y fruto de la contemplación: solo por el «heme aquí» confiado (cf. Lc 2,38) es posible entrar en el misterio.
Entremos, pues, en el misterio a través de la contemplación obediente o de la obediencia contemplativa. Y hagámoslo de la mano de «los que rezan», tantos hombres y mujeres que, a lo largo de los siglos y a lo ancho del mundo, han entregado su vida a esta vocación orante de entrega radical. En su existencia transfigurada a la luz del Resucitado hallamos —hoy y siempre— un motivo esperanzado de acción de gracias y un vivo aguijón que nos espolea hacia una obediencia cada vez mayor en la propia vivencia de la fe.
Comisión Episcopal para la Vida Consagrada
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