(COPE) La madurez de las personas para acercarse a Dios no tiene edad. Hoy celebramos a San Pelayo. Su abrazo con el Señor fue saliendo de la adolescencia, antes de entrar en plena juventud. Nacido en Galicia en torno al año 911, era sobrino de Hermogio, Obispo de Tuy (Vigo). Así se educó a la vera del Palacio Episcopal, participando en el canto mozárabe y, teniendo un profundo conocimiento de la Liturgia, así como de la gramática.
Pero en la juventud tuvo que soportar la persecución, viendo cómo sus propios compañeros eran apresados y encadenados. La misma suerte corrió él cuando, bajo el pretexto de llevarle a ver a su tío, la verdadera intención era canjearle ya que el prelado era anciano y enfermo, mientras él se encontraba robusto y fuerte. Él puesto en las Manos de Dios no dudó en ponerse en el puesto del otro como pide el Evangelio.
Poco a poco se ganó la confianza de los carceleros con los que discutía sobre la verdadera Doctrina de la Fe, al tiempo que cuando le dejaban pasar por entre los presos de la cárcel, se acercaba de forma especial a aliviar a los sacerdotes. También tuvo ocasión de comprobar la corrupción de muchos cordobeses entregados a los deseos de Abderramán III quien les prometía riquezas a cambio de abandonar la Fe de Cristo, algo que no entraba en su mente.
Eso le parecía la mayor villanía y traición. Precisamente cuando le llegaron a él las promesas vanas y terrenales de los enemigos, se afianzó más en el Señor. Por esto fue condenado a muerte, siendo arrojado desde una catapulta de guerra. Posteriormente un guardia le cortó la cabeza. El cuerpo de San Pelayo fue trasladado a León y después a Oviedo. Allí – en el año 994- se depositaron sus reliquias en el Monasterio de este mismo nombre que alberga a las Madres Benedictinas, y donde reposan hoy.
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