Era claro que no podían hablar, pero estuvieron conversando todo el viaje. El tren iba atestado de gente que charlaba entre sí o que atendían alguna llamada telefónica, o personas que dormitaban con el traqueteo ferroviario, o que escuchaban música con sus audífonos bien encasquetados. Pero ellos dos no podían hacer nada de eso, y sin embargo en aquel vagón eran los dos grandes protagonistas de una conversación sin palabras que tenían todos los decibelios del misterio más amoroso y tierno. Parecían madre e hijo por la edad que representaban, y se comunicaban con los ojos mirándose continuamente, con el moverse de sus pestañas que parpadeaban dulces o apasionadas, incluso con las manos que movían desaforadamente para apostillar lo que callando se decían y que solo ellos escuchaban. Ellos dos, como quienes en voz baja se dicen cosas, comparten sueños, o se corrigen mutuamente, estuvieron así todo el largo trayecto de las tres horas y pico que duró el viaje.
Hay palabras tan vacías que están sólo llenas de mutismo hiriente. Hay presencias tan ficticias que sólo expresan la más mordaz lejanía. Y hay silencios elocuentes cuya belleza te envuelve, como también existen ausencias habitadas que siempre te acompañan. Es lo que pude observar cuando de modo inevitable me robaban la mirada que no era capaz de distraer. Iba leyendo yo mis cosas, o rezando mis plegarias, o me dejaba mecer por el cansancio de quien se adormece unos minutos de pasada. Me fijé, sí, en ese modo de comunicarse tan intenso, tan preciso, tan sin perder el ripio de una conversación a la que nadie de aquel vagón teníamos acceso. Una madre y su hijo, sordomudos, que, sin embargo, se decían cosas preciosas a juzgar por su complacencia sonriente, cuando dejaban que los ojos, las manos y los labios pronunciasen calladamente aquella conversación llena de encanto, que al resto del vagón nos dejaba boquiabiertos y asombrados, sin poder quitar la mirada de tan insólita y amable escena.
Pertenecemos a una generación super conectada, estamos vigilados por mil drones que nos sobrevuelan a diario, de nosotros lo saben casi todo cuando navegamos por internet dejando trazas de nuestros intereses variados, nuestros temores inconfesados, nuestras frivolidades curiosas, nuestras esperanzas no defraudadas. Y, sin embargo, en medio de toda esta comunicación vigilada, podemos adolecer de una soledad solitaria que nos aísla de todo y de todos: de Dios, de los prójimos próximos, de nosotros mismos quizás. Es el sino de una época que tiene un sinfín de contradicciones que nos hacen rehenes de nuestros desasosiegos, víctimas de nuestras prisas, extraños viandantes solitarios y “náufragos de las cosas cotidianas”, como apuntaba bellamente Vicente Aleixandre.
Lo dice con audacia una jurista española al analizar esta generación tan compleja y zarandeada. Ella observa cómo hay tantos niños que son huérfanos con padres vivos. Tremenda descripción de un momento aciago lleno de perplejidades inmaduras. Es la terrible contradicción a la que nos asomamos cada día viendo la enorme confusión reinante en la comprensión de la familia, en la entronización de las mascotas y la censura de los niños, en la destrucción antropológica de la identidad masculina o femenina, en la violencia que por doquier se adueña de la epidermis social que siembra penumbras y mentiras desdibujando el horizonte sereno de la humilde verdad de las cosas.
Es la incomunicación más feroz en una sociedad híper conectada, donde no nos decimos nada con las palabras y nos hacemos trampas con los gestos. Pero es ahí donde emerge el testimonio sencillo de los que aman la verdad que nos hace libres, de los que se entregan a los demás sin poner precio, de los que aprenden el ademán de un Dios que vino como Palabra que nos habla sin ficción y nos estrecha a sí con abrazo verdadero de un amor sin tacha. Aquella madre y su hijo, hicieron el viaje comunicándose profundamente sus secretos, sus amores, sus cuitas, los recuerdos y los ensueños que llenan de bondad y belleza la aventura de la vida. Es lo que hace Dios con nosotros en el itinerario inacabado de cada día.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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