Tras días de solemnidades y fiestas en las previas semanas, retomamos el encanto especial del Tiempo Ordinario, que nos acompañará ya hasta el término del año litúrgico con la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo el próximo 24 de Noviembre. Hoy nos reunimos y encontramos de nuevo para celebrar el día del Señor del Domingo X. Los cristianos siempre comenzamos nuestras celebraciones reconociendo nuestra pobreza, y así la primera idea que la Palabra de Dios nos presenta en ese pasaje bien conocido del Génesis es el pecado, donde vemos no sólo su origen, sino su promotor: el demonio, y las consecuencias que luego acarrea. Cuando en el texto de la Lectura se dice que Adán "se dio cuenta de que estaba desnudo", y por ende sintió vergüenza, en realidad lo que nos quiere decir es que se sintió mal por haber desobedecido a Dios: por pecar. Al final la dinámica del pecado es como una cadena, y así hemos escuchado cómo cuando el Creado pide explicaciones Adán culpa a su mujer; y Eva a su vez, a la serpiente; es decir, que la culpa era soltera, como decimos coloquialmente: ¿Qué hacemos cuando como Adán sentimos vergüenza por sabernos pecadores? Pues debemos acudir al que siempre nos espera porque nos quiere, redime y reconcilia, como nos ha recordado el salmista, pues del Señor no vienen reproches ni riñas, sino ''la misericordia y la redención copiosa''.
En el fragmento de la carta que San Pablo dirige a los cristianos de Corintio se nos invita a reflexionar sobre algo que no debemos pasar por alto, y es que con el tiempo debemos mejorar. Si dejamos los años pasar sin corregirnos y tratando de esforzarnos en ser mejores evitando aquello de mi vida que a Dios no le agrada y buscando sólo lo que alegra de mi existencia, entonces nos estancamos en una vida mediocre que no corresponde a los seguidores de Cristo. No somos ajenos al paso del tiempo en el que experimentamos un continuo cambio, avanzando hacia el deterioro y la muerte. Pero no hemos de quedarnos de brazos cruzados ante ello, sino que al mismo tiempo tiene que haber un crecimiento interior que nos permita vivir con paz la llegada de los achaques y "goteras" en la recta final hacia nuestra misma muerte. San Pablo es muy claro en su epístola: ''no nos acobardamos, sino que, aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, nuestro hombre interior se va renovando día a día. Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno''. La liturgia de exequias alude precisamente a esto en uno de los prefacios para la celebración eucarística del funeral de un cristiano, cuando afirma: ''pues al deshacerse esta nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo''. Para esto es para lo que nos hemos de preparar; ese es el equipaje que a menudo descuidamos: tener el alma a punto para poder pasar de este mundo a la Pascua del cielo.
Y por último, el evangelio de este domingo, correspondiente al tercer capítulo de San Marcos, nos presenta una escena que tiene lugar en casa de los hermanos Simón Pedro y Andrés, donde se dan varios momentos y movimientos. Empieza el evangelista dándonos un detalle importante: ''se juntó tanta gente que no los dejaban ni comer''. Y a renglón seguido, el evangelista nos dice algo terrible: ''Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí''. ¿Qué significa esto? Pues que a su casa llegó el rumor de que lo tachaban de loco, y seguramente temiendo que le hicieran algo, fue María con sus familiares para buscarle y llevarle a casa, lejos de la multitud. Pero justo en ese mismo momento entran en escena los escribas y fariseos para acusarlo no de estar loco, sino endemoniado, pues ellos como maestros de la Ley afirmaban: «Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios», a lo que Jesús le responde explicándoles que eso no era eso posible: ''¿Cómo va a echar Satanás a Satanás?''.
Quiso explicarles todo esto con parábolas, y mientras les hablaba y les explicaba que Dios todo lo perdona menos la blasfemia contra el Espíritu Santo, alguien de entre el gentío en aquella casa le advierte que su madre y sus hermanos estaban fuera, a lo que Jesús responde con esas palabras tan sabias y profundas: «Quiénes son mi madre y mis hermanos?» (...). «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre». ¿Es que Jesús no quería a los suyos o los desprecia? No es eso; lo que el Señor les quiso hacer ver era que la prioridad no eran sus propios intereses, sino darles a conocer el Evangelio; que su familia no sólo eran los de la sangre que estaban fuera, sino todos y cada uno de los que aceptan seguirle. Si en la primera lectura veíamos el pecado de Eva y las palabras del Creador -''pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia''- aquí aparece María, la nueva Eva, la que no se dejará seducir por la serpiente, sino que la pisará en la cabeza. Que como Ella, Purísima desde su concepción, sepamos renunciar al pecado y vivir en gracia y permanentemente reconciliados con el Padre.
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