lunes, 18 de septiembre de 2023

Ab utero. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Tu cabecita apareció de repente fuera del útero de tu mamá, Wiktoria, en el mismo instante en el que ésta fallecía a causa de la bala que un miembro de la policía leal al nazismo le disparó. Allí estaba, junto a vosotros, tu papá, Józef, al que también dieron muerte de la misma manera: de un balazo. Fue el 24 de marzo de 1944.

A papá y a mamá los mataron por haber escondido en vuestro hogar de Markowa, en Polonia, a ocho personas del pueblo judío que les pidieron cobijo. ¿Cómo decirles que no? En la Biblia que había en casa, y que alguien piadosamente recogió después de la matanza, figuraban subrayados en rojo los títulos de dos pasajes del Evangelio: “Mandamiento del amor. El buen samaritano” y “Sobre las obligaciones del cristiano: Si amáis sólo a los que os aman ¿qué merito tenéis?”.
Los acogidos bajo vuestro techo, que, como agradecimiento por la caridad para con ellos, ayudaban, desde su escondite, en las cosas de casa y de la granja, vivieron entre vosotros varios meses, mas quienes los buscaban, para matarlos, dieron con ellos. Y los fusilaron.

De repente, llegaron a ti, que, aún sin ver, tenías una aguda capacidad para intuir, gritos. Los de tus hermanos: Stanislawa, Barbara, Wladyslaw, Franciszek, Antoni y Maria. No eran como los que resonaban en ti cuando, estando todos juntos, reían, se peleaban o cantaban. Ahora eran gritos de terror. En su presencia, empujaron, golpearon, insultaron y mataron a papá y a mamá. Y por eso gritaban. Y, para acallarlos, los mataron. A ellos, angelitos inocentes, a los que tanto deseabas ver y con los que ahora eres infinitamente feliz en el cielo. Tenían entre dos y ocho años.

Allí te quedaste tú. Solito. La cabeza y la parte superior del tronco, fuera. El resto de tu cuerpecito, en tu cariñosa mamá. Y así te enterraron con ella. Y con todos los demás. En una fosa. Se supo de ti cuando, a los pocos días, los vecinos, al exhumaros, para daros un enterramiento digno, vieron que estabas aún entre sus piernas, a medio nacer.

No logro imaginarme qué fue lo que pudiste sentir durante aquellas horas, las primeras, las únicas de tu vida en este mundo. Padeciste un sufrimiento, una indefensión, una indiferencia, una angustia, inenarrables. Permaneciste bajo tierra, sin oxígeno e inmóvil. Y allí soterrado, en un instante, la llamita encendida de tu corazón se apagó, pues me parece que estabas aún vivo cuando os arrojaron sin miramientos al pozo.

¿Sabes que, en el mar de Lampedusa, hallaron a sesenta metros de profundidad a una madre que se mantuvo abrazada a su bebé hasta que los dos murieron durante la inmersión tras el hundimiento de la barca en la que viajaban?

En el pueblo se os conocía por vuestro apellido: los Ulma. Dejasteis tal estela de caridad cristiana que la autoridad eclesiástica dispuso que se iniciara el proceso de canonización. Os beatificaron el pasado domingo 10 de septiembre. A toda la familia. También a ti, porque recibiste el bautismo, el de fuego, en el recipiente bautismal más hermoso que pueda existir: las entrañas de tu mamá. Y, de este modo, fuiste ya, “ab utero matris tuae”, totalmente de Cristo.

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