domingo, 11 de junio de 2023

''El que coma de este pan vivirá para siempre''. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Celebramos la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor: el "Corpus Christi" que antiguamente también se denominaba "Corpus Domini". Una fecha muy especial en el calendario de cada parroquia, diócesis o país del mundo creyente, pues en este día exaltamos aquello que creemos respecto a la presencia del Señor entre nosotros, y que nos distingue de otras confesiones cristianas, y esto es reconocer que Jesucristo está realmente presente en las especies eucarísticas: en su cuerpo, su sangre, su alma y divinidad. Originalmente esta celebración estaba pensada para ser festejada sesenta días después de la Pascua; en jueves, lo que tenía todo el sentido dado que fue ese día de la semana cuando Cristo instituyó este venerable Sacramento. En España aún muchos lugares han conservado la fecha, aunque la mayoría han pasado al domingo con la reforma del calendario laboral de hace cuarenta años. Pero lo importante permanece, y es este es Jesucristo vivo en medio de nosotros en este misterio que celebramos, comulgamos y adoramos. Hoy toca decir aquello que decía San Manuel González: ''Ahí está Jesús, no dejarle abandonado''.

I. La Eucaristía hace comunidad 

Este brevísimo pasaje de la primera carta de San Pablo a los corintios es una catequesis muy acertada para este día: ''El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan''. Es un escándalo que comulguemos el cuerpo del Señor, y luego no sepamos vivir en comunión, no sepamos superar las diferencias con personas con las que es más lo que nos une que lo que nos separa. Si miramos con detenimiento un puñado de granos de trigo veríamos que no son idénticos en tamaño ni color, y sin embargo, una vez molidos en harina dan lugar al mismo pan donde no apreciamos distinciones. A esto estamos llamados los que nos decimos discípulos de Jesucristo, a moler las diferencias para lograr la unidad que deseó el Señor para todos y por lo que Él murió y resucitó. El Apóstol dirige estas palabras a la comunidad de Corinto, que ya sabemos que tenía una realidad muy plural y compleja al ser una ciudad de puerto de mar con religiones y culturas muy diversas conviviendo en un contexto también bastante plural. Pero esto es aplicable a todas las comunidades parroquiales del mundo, pues en todas hay diferencias que no debemos ver como obstáculos, sino como medios para enriquecernos en nuestro personal camino de santidad. Vivir de la Eucaristía implica vivir en caridad; ciertamente, con aquellos que pasan necesidad, con los pobres que son los preferidos del Señor y de su Iglesia, pues en ellos descubrimos de algún modo el rostro de Jesús. Pero cuidado, no nos quedemos en que ser buenos cristianos es dar un donativo para obras de caridad y ya está, para que esto tenga sentido debe partir de un corazón que ha descubierto que Cristo se entrega cada día por mí sobre el ara del altar, se me da como alimento y se queda prisionero de amor por mi bien en el Sagrario. Y más aún, de nada serviría tener mucha sensibilidad social ni mucha piedad eucarística si luego soy incapaz de tender puentes, de decir hola a esta persona que tengo en el banco, de invitar a tomar un café a esa que se sienta delante con la que he discutido, de decirle buenos días al párroco, de tener un detalle con la sacristana que me ha preparado la iglesia para el bautizo, o con la florista o los miembros del coro... Es muy fácil querer a los desconocidos que están lejos, y está muy bien que seamos generosos con "Cáritas", pero no podemos quedarnos sólo en eso; no anestesiemos nuestra conciencia pensando que ya hemos cumplido: ¿has ayudado a uno de lejos? pues ahora busca la forma de hacer caridad con uno de cerca, que seguro lo tienes y te espera.

II. Alimento en el desierto

La primera lectura tomada del libro del Deuteronomio nos retrotrae a la experiencia del pueblo de Israel en su peregrinación durante cuarenta años en busca de la tierra prometida. Y este es un símil de nuestra vida de creyentes desde el día de nuestro bautismo hasta el día de nuestra muerte. Efectivamente, al recibir las aguas bautismales somos liberados de la opresión del pecado como los hebreos fueron liberados de la esclavitud de los egipcios. Luego, el resto de nuestra vida es peregrinar buscando la tierra prometida que desde aquí vislumbramos de algún modo, pero que aún no llegamos a pisar. Es por tanto nuestra existencia terrenal una peregrinación por el desierto con todo lo que ello implica, más Dios no nos deja a la intemperie en ese caminar, sigue enviándonos "maná" para darnos fuerza para nuestra alma, para pregustar ya aquí en nuestro suelo la mesa celestial que anhelamos. Por eso la Primera Comunión es un aviso solemne de esta verdad; a lo largo de toda la vida cuando vengan tristezas o alegrías, problemas o éxitos, momentos en que no se ve luz al final del túnel o jornadas memorables, ahí estará Jesús. Siempre esperando nuestra visita, en cualquier ciudad, villa o pueblo estará Él aguardando nuestra visita en el tabernáculo donde la lámpara encendida nos advierte de su presencia. Y el maná tenía algo curioso; era una fuerza para ese día concreto, pero al día siguiente había desaparecido por el calor. Con la Eucaristía nos pasa también lo mismo, no basta hacer la primera comunión y pasarnos años sin comulgar, necesitamos comulgarlo cada domingo, y muchísimas personas que han descubierto este misterio escondido acuden incluso cada día del año a recibirle. Y es que cada día tiene su afán, y las personas que acuden a misa diariamente son como aquella parábola que nos contó el Señor del hombre que descubre un tesoro en el campo y vende todo lo que tiene para adquirir ese tesoro: ¿seremos capaces de hacer lo mismo?... Otra dimensión que necesitamos recuperar en nuestra vida creyente es la confesión frecuente, pues no podemos acercarnos a recibir al Señor de cualquier manera, sino que debemos limpiar nuestro interior para que Él pueda encontrarnos "dignamente preparados" (como canta el himno eucarístico). Por eso el catecismo de la Iglesia nos recuerda que como mínimo hemos de confesar una vez al año, algo que no es nuevo; ya lo hacían nuestros mayores que tenían muy claro aquello de confesar por pascua de resurrección (cumplimiento pascual, en peligro de muerte o si se ha de comulgar). 

III. ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?

En el evangelio de este domingo San Juan nos presenta este texto que llamamos "el discurso del pan de vida", donde Jesús ha hecho una afirmación tajante: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Quizás estas palabras a nosotros que ya las conocemos no nos impresionen tanto, pero en tiempos de Jesús afirmar esto en plena sinagoga de Cafarnaúm era prácticamente una blasfemia. Unos no lo entenderían, otros lo pondrían de loco. Y es que en la cultura hebrea emplear los términos ''yo soy'' relacionados con Dios para a continuación hablar de que su pan que es su cuerpo que será aliento, chirriaba en los oídos. ¿Acaso puede darse un hombre en alimento?... Un hombre no, pero Dios sí; y aquí el que habla es el Hijo de Dios. Es una catequesis bien profunda la que hace el Señor al explicar que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, ya que dice más de lo que nos parece; en el fondo Jesús está explicándoles lo que será la Eucaristía desde el punto de vista de que ¡cada vez que comulguéis me recibiréis a mí! No dijo que fuera como si le recibiéramos a él (como si fuera un mero gesto simbólico sin importancia); nada de eso, sino que nos adelanta que comulgar es recibir su mismo cuerpo y su misma sangre que han sido entregados en la cruz por nuestra salvación. El misterio de la Eucaristía nos sobrepasa, pero podemos reflexionar lo siguiente: el Señor ha encontrado el mejor modo para cumplir lo que nos había prometido: ''yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo''. Si nos paramos a pensar, cuántas generaciones de cristianos han comulgado y adorado a Jesús Sacramentado que ya no están presentes, al igual que nosotros nos iremos. Y Él seguirá aquí acompañando a otras nuevas generaciones de creyentes... En la Eucaristía Cristo ha estado presente en todos los tiempos desde las catacumbas, la edad media, hasta hoy... Cuántos santos han vivido y nos han dejado por escrito su experiencia de la Eucaristía; cuantos milagros eucarísticos, algunos muy cercanos a nosotros (os invito a buscar en internet la página web que hizo siendo adolescente el Beato Carlo Acutis, donde recopiló los milagros eucarísticos más importantes del mundo)... Este jovencísimo italiano solía decir: “La Eucaristía es lo más increíble que hay en el mundo”, y mi autopista hacia el cielo". Y es que parece que estamos ante algo muy sencillo, pero al mismo tiempo que nos desborda. Sublime misterio éste donde Cristo se nos da: el pan y el vino dejan de ser pan y vino para ser carne y sangre. Santo Tomás de Aquino compuso el hermoso himno del "Pange lingua" que cantamos y que resume lo que es la Eucaristía de forma única: "Præstet fides suppleméntum Sénsuum deféctui" (¡La fe reemplace la incapacidad de los sentidos!). Sobre la Eucaristía podemos decir: sabe a pan, huele a pan, parece pan... Pero, ¡no es pan! Sabe a vino, huele a vino, parece vino... Pero, ¡no es vino! Escondido bajo los accidentes de pan y del vino está presente el cuerpo y la sangre de Jesús. La santa Madre Teresa de Calcuta lo explicaba de forma muy concisa: “Externamente sólo vemos pan, pero es Jesús''. Ojalá que demos a la Eucaristía la importancia que tiene en nuestra vida, para esto celebramos "el Corpus", para tomar conciencia de la grandeza de tener al Señor entre nosotros, que sale por nuestras calles, que tiene un hogar y domicilio en nuestro pueblo. 

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