Nos encontramos en el Domingo XII del Tiempo Ordinario; la palabra de Dios que interiorizamos en este día nos quiere ayudar a enfocar desde la fe y la esperanza cada situación que se va presentando en el día a día. Los creyentes no afrontamos los problemas de la vida desde nuestras pobres fuerzas, sino apoyados en las santas virtudes que nos permiten enfrentar los hechos desde otros prismas. En el evangelio de este día el Señor envía a sus discípulos, y nos quiere enviar a nosotros también a anunciar a nuestro mundo la buena nueva. Jesús nos enseña y prepara, nos orienta y predispone para que lo que hemos descubierto por Él, con Él y en Él lo demos a conocer.
I. Pecado y muerte, gracia y vida
Los versículos del capítulo quinto de la epístola de San Pablo a los romanos que proclamamos hoy en la segunda lectura, es un pasaje ciertamente asombroso. Aquí el Apóstol aborda la cuestión del pecado original por medio de una literatura típicamente propia de la "Midrash", donde contrapone lo antiguo con lo nuevo, la humanidad que pasó frente a aquella que llega. San Pablo es un gran catequeta y trata de recordar que la muerte es un hecho es nuestra vida por culpa del pecado; es decir, no se limita a hablarles de Jesús, sino que les compara la pérdida del Paraíso relatado en el Génesis con la redención que Cristo nos obtiene por su entrega. Así nos lo dice él: ''Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron''. El misterio de la muerte no se limita a un hecho biológico, sino que en todos los tiempos y culturas esta realidad toca nuestro corazón y nuestra mente. La muerte del cristiano va más allá de un "tabú", de un hecho del que no queda más remedio que asumir, o de una realidad que tan sólo se puede experimentar con lágrimas; hemos de saber ver la muerte a la luz de la muerte del Señor. Esto es lo que el apóstol de los gentiles nos recuerda: ''no hay proporción entre el delito y el don: si por la transgresión de uno murieron todos, mucho más, la gracia otorgada por Dios, el don de la gracia que correspondía a un solo hombre, Jesucristo''.
II. Acudir al Señor ante el peligro
En la primera lectura del profeta Jeremías hemos leído el pasaje de su Libro que los biblistas denominan como "las confesiones de Jeremías"; es la parte de sus escritos donde nos habla desde su propia experiencia. Este texto que nos puede resultar complejo, viene muy bien para leer y meditar complementariamente con el evangelio de este domingo donde se aborda la misma cuestión. Hay varios hechos en el aire: la vivencia personal de trato con Dios, nuestra flaqueza frente a la realidad del mundo que a menudo nos oprime, y la necesidad del hombre ya no sólo de buscar a Dios y encontrarlo, sino tras ésto, darlo a conocer a todos. Cada cual tiene su vivencia personal de haberse sentido salvado por el Señor... El profeta nos ha relatado su propia vivencia y sus temores: cuchicheos, pavor, intenciones de delación, traición de los amigos... Para finalmente reconocer que tras acudir al Altísimo y rogarle sintió cómo el Señor estaba con él como fuerte soldado. Y así se pasaron los temores de Jeremías, viendo que tropezarían sus enemigos y no podrían con él; así -en palabras suyas- "se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno que no se olvidará. Señor de los ejércitos, que examinas al justo y sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos, porque a ti encomendé mi causa". En el caso de Jeremías uno podría pensar que sus problemas le vienen precisamente por haber sido elegido para ser profeta; Dios le ha complicado la vida, y aún así tiene perfectamente claro que el acierto más claro es seguir sus pasos en lugar de hacer otro camino. Por ello afirma con rotundidad: ''Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos''.
III. Temor a Dios y no a los hombres
El evangelio de hoy es bastante complejo, por ello conviene releerlo varias veces y volver sobre aquellos pasajes que necesitan ser interiorizados de modo especial. Este pasaje del capítulo 10 de San Mateo se encuadra dentro del llamado "Discurso Misionero" que el evangelista va estructurando en su redacción. En este diálogo de Jesús con los apóstoles hay dos advertencias claras que se dirigen en este día también a nosotros; primer aviso: ''no tengáis miedo a los hombres'' y, segundo: ''temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo''; es decir, miedo sólo a Dios y nunca a las personas. Los que mejor han entendido este evangelio son los santos y de modo muy especial los mártires de todos los tiempos; todos los días hay mártires en el mundo a causa de la fe en Cristo, y esta es la mejor prueba de que el evangelio sigue floreciendo en el corazón de nuestros contemporáneos. Los mártires han temido a Dios y no a los hombres, por ello no ha habido, hay ni habrá ''nada encubierto que no llegue a descubrirse; nada escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea''. Los mártires son un modelo a imitar, pues no se han reservado ni su propia vida, y aquí en nuestra Parroquia tenemos varios a los que mirar: San Félix, Santa Bárbara, San Cristóbal, el Beato Luis Prado... Ellos no han tenido miedo a los que matan el cuerpo, pues bien sabían que no podían matar el alma. Y luego está el otro aviso de Jesús, que en nuestro mundo moderno suena a algo desfasado: ¿cómo que temer a Dios? Esto algunos cristianos no lo entienden; cómo vamos a tener miedo a nuestro Padre si continuamente estamos diciendo que Él es amor. San Juan en una de sus cartas explica esto muy bien al tratar de decirnos que no hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor. Ese es "el santo temor de Dios'' del que hablamos, que no es tanto temerle a Él, sino temer nuestra fragilidad y posibilidad de ofenderle con nuestros actos y olvidos.
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