domingo, 24 de julio de 2022

''Enséñanos a orar''. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Nos encontramos en el domingo XVII del Tiempo Ordinario, un domingo para la oración en el que haremos nuestros los sentimientos de los apóstoles al vernos pobres espíritu y exclamar como ellos: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». Sin la oración nos enfriamos, y si dejamos de hablar con Dios ya no significará nada en nuestra vida. Hay muchas personas que con motivo de la pandemia han dejado de acudir al templo, una realidad que comparten sacerdotes de todos los lugares del orbe: ¿qué les ha pasado? Se ha enfriado su fe, o quizá ésta no estaba asentada sobre roca sino sobre arena. Por ello es de agradecer la fidelidad de los muchos que sí habéis demostrado que vuestra fe, aún en la prueba cotidiana no se arredra ni tiene miedos ni épocas, antes bien seguimos estando necesitados de orar y aprender cómo orar. 

1. La profundidad de la muerte y de la fe 

La segunda lectura de la carta a los colosenses nos presenta esa catequesis kerigmática sobre la muerte y resurrección de Cristo a la luz del bautismo; es un texto bellísimo que os animo a releer. Reflexionando sobre él uno cae en la cuenta de que la profundidad y misterio de la muerte aumenta y disminuye en función de cómo sea nuestra fe. Los cristianos cuando alguien fallece decimos: ''descanse en paz'', mientras que los ateos o agnósticos dicen: ''que la tierra le sea leve''. Tanto creyentes como no creyentes morimos, la diferencia está que para unos se va a la tierra para no volver, mientras que los cristianos lo que hacemos al dar sepultura a nuestros difuntos es una especie de préstamo temporal a la tierra; no necesitamos desear que le sea leve ésta, pues creemos que no quedaremos en ella. Que saldremos de donde quedamos temporalmente y por tanto ese descanso en la paz de la tierra también está medido. Somos devueltos a la tierra de la que fuimos formados, pero no como el que va a un túnel sin salida, sino con una salida mejor y aún mayor que la entrada. Muchas veces hemos explicado que los primeros cristianos no se bautizaban echando un poco de agua como hacemos ahora, sino que se sumergían por completo bajo el agua de forma que cuando salía de nuevo a la superficie se entendía que ya era criatura nueva; había bajado a la profundidad sin dominio de sí, y vuelve a la luz y a la vida como Cristo, que "descendió a los infiernos" para resucitar en la Pascua. El bautismo de inmersión es una catequesis preclara de las palabras de San Pablo: ''Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con él''.

2. Oración y acción de intercesión 

La primera lectura del Génesis nos ha presentado el caso del deseo de destrucción de las ciudades más pecadoras de aquel momento: Sodoma y Gomorra. El texto nos viene a relatar una realidad que se presenta en nuestra vida con mucha frecuencia, como es desear que paguen justos por pecadores, y es que por mucho pecado que hubiera en aquellas ciudades algún justo habría en ellas que no merecía la condena. Esta es la reflexión de Abraham en la que intercede por todos, por salvar a los justos, ciertamente, pero a sabiendas que con ellos también se salvarán los pecadores. No podemos generalizar, pues en todas partes por muchos malos que haya, siempre habrá buenos que serán castigados por el mal actuar de sus convecinos. Pero en la Iglesia no podemos pensar así. Los cristianos estamos llamados a actuar y orar por favorecer que se arreglen las situaciones de injusticia. Las preguntas que Abraham formula podemos hacérnoslas nosotros también de forma individual sobre aquella persona que quizá ya hemos condenado por pecador: ¿y si hubiera en ésta un diez, un veinte, un cuarenta, cuarenta y cinco o cincuenta por ciento de justo? ¿Qué haría yo si tuviera que decir si le destruyo o le salvo del todo?

3. Tratar a Dios de forma íntima 

El evangelio de San Lucas nos presenta la lección de la oración del "Padrenuestro", aunque el texto es mucho más amplio. En primer lugar se presenta una petición: ''el deseo de saber orar'', y es que debe ser un anhelo de lo más profundo de nuestro ser que no podemos silenciar. San Agustín así lo explicaba: ''nos hiciste Señor para tí, y nuestro corazón anda inquieto hasta que descansa en ti''. Inmediatamente viene la respuesta del Señor, con esa oración que Él mismo nos enseñó y que constituía toda una provocación y un escándalo: ¿qué es eso de pronunciar el nombre de Dios, de llamarlo Padre, de tutearlo...? He aquí una clave principal de la oración: saber relacionarnos con Dios de forma íntima. Nunca nos fiemos de los que se dicen ateos o agnósticos. La intimidad entre uno y Dios mismo es un secreto, por eso la liturgia bien dice sobre los difuntos: ''cuya fe sólo tú conociste''. Personalmente no me dejo de sorprender de la gente que se acerca a diferentes horas del día a rezar desde la puerta de la Iglesia mirando al Sagrario; gente de toda edad, condición, aspecto, raza, color o signo político; y sin embargo, todos interpelados ante el misterio de Dios presente aquí en medio de nuestro pueblo. En segundo lugar, está la parábola del amigo que importuna a media noche, en la cual el Señor remata afirmando: ''os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite''. Este relato quizá nos sirva también para autoevaluarnos; ¿por qué ayudo a mi amigo? ¿por que ya me ha despertado y ya se ha enterado todo el vecindario y por vergüenza o quitarmelo de encima le digo que sí; o porque realmente le quiero y tengo confianza y sé que él nunca me fallaría como no le puedo fallar yo ahora?. En la tercera parte del evangelio Jesús nos recuerda la importancia de la oración, y lo hace de forma concisa: ''Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre''. No pongamos en duda ni la fuerza ni la eficacia por sí misma de la oración. Y en la cuarta y última parte del evangelio se evidencia y transparenta la bondad de Dios, desde esa comparación tan fuerte del hijo que pide un pez o un huevo, y en suna serpiente o un escorpión. Esto es una llamada para abrir nuestra mente, a veces pensamos que como el amor de un padre y una madre ninguno: sí, hay uno por encima: el de Dios. Así nos lo ha recordado Jesús: ''Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo...''

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