Querido hermano en el episcopado, Don Gabino, arzobispo emérito de Oviedo,
queridos sacerdotes, consagrados, seminaristas y fieles laicos, amigos de los
medios de comunicación, gracias a todos por haber acudido esta tarde a nuestra
iglesia madre de la Diócesis para esta celebración especial. El Señor guíe
siempre vuestros pasos con la luz de la fe, os llene el corazón con su paz y le
dejéis repartir con vuestras manos su bien.
Una eucaristía es siempre y sólo eso: acción de gracias. Podría
parecer una indebida motivación celebrar la santa Misa como agradecimiento
particular de algo o de alguien fuera de la única razón que justifica lo que
estamos celebrando: el triunfo pascual de Jesús. Su vida resucitada ha puesto
sordina a nuestras muertes venciéndolas, ha iluminado nuestras zonas oscuras y
ha abierto las puertas de la esperanza en nuestros callejones sin salida. Por
esto, y sólo por esto damos las gracias al Padre Dios, movidos por su Santo
Espíritu, reconociendo tamaño don en el regalo de su Hijo.
Y, sin embargo, como bien se ha dicho, esta tarde estamos aquí los
cristianos de la Iglesia particular de Oviedo, para dar gracias al Buen Dios
porque hemos sido bendecidos durante casi ocho años por aquel pastor bueno el Él
nos puso al frente de la barca de Pedro, nuestro querido Papa Benedicto XVI.
Todos recordamos esa primera aparición en la Logia-balcón de la Basílica de San
Pedro la tarde del 19 de abril de 2005. La imponente figura de su predecesor, el
beato Juan Pablo II, todavía estaba en nuestro vivo recuerdo y tantos nos
preguntábamos quién podría venir después como Papa. Al aparecer el cardenal
Joseph Ratzinger, convertido ya en Benedicto XVI, veíamos en sus ojos como en un
espejo la inmensa responsabilidad, con toda su cruz y su gloria, cuando se
asomaron a aquella familiar Plaza de San Pedro para bendecir al Pueblo que el
Señor le confiaba. Estas fueron sus inolvidables palabras: «Después del gran
Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y
humilde trabajador de la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor
sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me
encomiendo a vuestras oraciones».
No era una pose ensayada, no fueron palabras prestadas, salió de
su corazón abrumado y creyente decir a toda la Iglesia lo que con esa humildad
suya nos contó tan brevemente. Y ya desde ese primer instante de su pontificado
no quiso ocultar la conciencia que tenía de la desproporción entre sus propias
fuerzas y la misión que Dios le encomendaba en su Iglesia. En la santa Misa
donde se le impuso el palio y se le dio el anillo del pescador como Sucesor de
Pedro en la Urbe romana y en el Orbe cristiano, fue más explícito al desvelarnos
ese noble sentimiento: «Ahora, en este momento, yo, débil siervo de Dios, he de
asumir este cometido inaudito, que supera realmente toda capacidad humana. ¿Cómo
puedo hacerlo? ¿Cómo seré capaz de llevarlo a cabo? Todo vosotros, queridos
amigos, acabáis de invocar a toda la muchedumbre de los santos, representada por
algunos de los grandes nombres de la historia que Dios teje con los hombres. De
este modo, también en mí se reaviva esta conciencia: no estoy solo. No tengo que
llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La
muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce. Y me
acompañan, queridos amigos, vuestra indulgencia, vuestro amor, vuestra fe y
vuestra esperanza. En efecto, a la comunidad de los santos no pertenecen sólo
las grandes figuras que nos han precedido y cuyos nombres conocemos. Todo
nosotros somos la comunidad de los santos; nosotros, bautizados en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Así, con esta conciencia comenzó su ministerio petrino. Han sido
ocho años de una enorme intensidad, casi impropia para una persona de su edad y
con sus latentes limitaciones de salud. Y por las razones que él mismo ha
contado, ha decidido responder en conciencia al Señor con su renuncia a la sede
de Pedro: era devolver a quien le llamó eso que ahora se le estaba pidiendo. De
este modo nos lo dijo el domingo pasado ante la Plaza de San Pedro abarrotada de
fieles, cuando salió por última vez a esa ventana del Ángelus con una serenidad
que nos admira. El evangelio del domingo hablaba de la subida al monte Tabor:
«Esta Palabra de Dios la siento de modo particular dirigida a mí, en este
momento de mi vida. El Señor me llama a “subir al monte”, a dedicarme más aún a
la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar la Iglesia. Si
Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda continuar sirviéndola con la
misma entrega y amor que he buscado hacerlo hasta ahora, pero de un modo más
adecuado a mi edad y a mis fuerzas.
Un regalo de Dios
Sorprende tanta sencillez, tanta sinceridad, tanto amor de verdadero padre, ante el empeño de tantos en sus cábalas numéricas para encontrar alguna razón esotérica en la decisión del Papa. Choca su actitud testimonial de amor al Señor y a la Iglesia, con los que se entretienen en dibujar los mil laberintos de motivos oscuros, en donde presuntos secretos innombrables serían para ellos las inconfesables razones de esta decisión papal: conspiraciones de intereses económicos, de lobbies homosexuales, de ansias insaciables de poder. No faltan los eruditos de la quimera fantasiosa que apelan a profecías imposibles para decirnos que estamos ante el final de la hecatombe, ante el ocaso del papado, ante las postrimerías del cristianismo. No es esta la lectura que hacemos los hijos de la Iglesia, no son estas las razones que este querido Papa nos ha dado.
Sorprende tanta sencillez, tanta sinceridad, tanto amor de verdadero padre, ante el empeño de tantos en sus cábalas numéricas para encontrar alguna razón esotérica en la decisión del Papa. Choca su actitud testimonial de amor al Señor y a la Iglesia, con los que se entretienen en dibujar los mil laberintos de motivos oscuros, en donde presuntos secretos innombrables serían para ellos las inconfesables razones de esta decisión papal: conspiraciones de intereses económicos, de lobbies homosexuales, de ansias insaciables de poder. No faltan los eruditos de la quimera fantasiosa que apelan a profecías imposibles para decirnos que estamos ante el final de la hecatombe, ante el ocaso del papado, ante las postrimerías del cristianismo. No es esta la lectura que hacemos los hijos de la Iglesia, no son estas las razones que este querido Papa nos ha dado.
Ni caemos en los tremendismos de quienes proyectan sobre la
Iglesia otras cuitas, tramas, estrategias, ajustes de cuentas y zancadillas tan
propias y actuales del mundo de la corrupción financiera y de las insidias
políticas, ni tampoco queremos caer en una ingenua visión de esta Iglesia
desconociendo dentro de ella también la torpeza y el pecado, como repetidas
veces ha hecho el Papa Ratzinger pidiendo perdón y no mirando jamás para otro
lado.
Admirablemente lo ha dicho en su última catequesis haciendo
recuento de esta ambivalencia eclesial claroscura y agridulce a la vez: «Ocho
años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de
mí, he podido percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino
de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos
no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el
lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días
en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las
aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la
Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el
Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra,
sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce».
Damos gracias a Dios por el regalo que ha sido Benedicto XVI para
la Iglesia y el mundo de nuestros días. Una preciosa trayectoria de larga
maestría como intelectual cristiano que le constituye en uno de los mejores
teólogos de todos los tiempos. También la de su breve y fecundo magisterio como
Papa, que nos ha dejado tres importantes encíclicas: la primera dedicada a Dios
amor, la segunda sobre la esperanza cristiana que nos salva, y la tercera
centrada en la caridad que se nutre de la verdad. Alguno había esperado una
encíclica más en este Año de la Fe por él convocado que tuviera precisamente la
fe como argumento. Sin duda que habría sido un redondo completar mirando a Dios
amor, las tres virtudes teologales del cristiano. No obstante, quizás con este
gesto de su retirada silenciosa ha escrito sin palabras esta preciosa encíclica.
Porque la fe es fiarse de otro, y esto es lo que el Papa nos ha
testimoniado.
Es proverbial su fina pluma y su dulce palabra. Su magisterio
pasará a la historia como un precioso acervo de sabiduría cristiana, que aúna la
belleza, la sencillez y la profundidad cuando escribe y cuando habla. En este
sentido nos ha dejado una apretada antología de los nombres que han descrito el
itinerario eclesial a través de las catequesis de cada miércoles. La vida
cristiana no es una entelequia abstracta, sino el encuentro con Alguien que te
cambia la vida (cf. Deus caritas est, 1), y por eso Benedicto XVI nos
ha expuesto el cristianismo desde los mejores hijos de la Iglesia que son los
santos de todos los tiempos: Apóstoles, Santos Padres, Maestros medievales,
Santos fundadores y Santas mujeres. Complementariamente ha hecho un precioso
comentario al evangelio dominical en la reflexión antes del Ángelus. Y en su
amor a la liturgia, ahí quedan las preciosas homilías de los grandes momentos
litúrgicos del calendario cristiano.
Se reconoce el esfuerzo realizado en sus 22 viajes apostólicos por
los cinco continentes saliendo al encuentro de culturas, de pueblos, de mil
situaciones en donde la tragedia y la esperanza de los hombres se estrella o
aprende a renacer. En tres ocasiones ha visitado España, siendo el país que más
veces ha contado con su presencia como Papa. Sus encuentros con los jóvenes son
el precioso testimonio de alguien que no engaña. La JMJ que vivimos en Asturias
y en Madrid será un recuerdo imborrable y un aviso para navegantes para quienes
queremos acompañar a los jóvenes cruzando con ellos los puentes sobre las aguas
turbulentas. El paso audaz y verdadero de este Papa anciano por las calles de
nuestros jóvenes produjo un cambio en personas adultas alejadas de la fe ante el
espectáculo de una juventud distinta que tiene la osadía de creer
contracorriente, rebelde ante las reducciones mezquinas del corazón con sus
preguntas y sus miras. Una juventud que se sabe mirada y querida, por alguien
que es Padre, que es Papa poniendo de nuevo la esperanza en sus almas y en sus
rostros la sonrisa.
Verdadero intérprete del Concilio
Me parece digno de ser subrayada su pasión por la verdad y la belleza, que le han hecho interlocutor respetuoso de quien se sepa mendigo herido de las mismas con un corazón inquieto. Ahí están sus diálogos y encuentros con intelectuales ajenos a la fe y con las personas que tienen otro credo religioso, saliendo siempre al paso de quienes dentro del cristianismo nos distancia algún tipo de separación.
Me parece digno de ser subrayada su pasión por la verdad y la belleza, que le han hecho interlocutor respetuoso de quien se sepa mendigo herido de las mismas con un corazón inquieto. Ahí están sus diálogos y encuentros con intelectuales ajenos a la fe y con las personas que tienen otro credo religioso, saliendo siempre al paso de quienes dentro del cristianismo nos distancia algún tipo de separación.
Ha sido un infatigable intérprete del verdadero Vaticano II,
contra los que lo traicionaron por el exceso de aplicar un concilio que no
existió, o por el defecto se censurar lo que en aquella asamblea eclesial se
alumbró. Y tampoco se arredró el Papa Ratzinger cuando hubo de afrontar
humildemente los horrores de los errores como la pederastia, y las torpezas de
quienes abusaron de su confianza traicionándole en casa con deslealtad como el
famoso mayordomo.
Y sin embargo, siempre se ha fiado de Dios, y no se ha sentido
solo como con sincera valentía ha dicho tantas veces en estos días. Así ha
concluido su ministerio como sucesor de Pedro. Tal y como ha dicho el miércoles
pasado, «tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos, que la Palabra de
verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio
purifica y renueva, da fruto, dondequiera que la comunidad de los creyentes lo
escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Ésta es mi
confianza, ésta es mi alegría».
Gracias, Santo Padre, por su palabra y ahora por su silencio.
Gracias por su presencia y ahora por retiro. Nos unimos con respeto y
agradecimiento a su alto testimonio de libertad humilde, y de servicio a la
Iglesia del Señor como trabajador de la viña de Cristo. Rezamos por los señores
Cardenales para que ahora recojan el testigo y elijan al nuevo sucesor, a aquel
que señale Cristo.
Estamos en el corazón de la Cuaresma. Hoy se nos ha hablado de esa
viña que es la Iglesia, esa en la que el Papa Benedicto XVI ha sido humilde
trabajador. Jesús es el viñador bueno, con cuya paciencia llegará a salvar la
vida de su viña. Convertirse es dejarse llevar por Otro, hablar en su Nombre,
continuar su Buena Noticia, dar la vida por, con y como Él. Y asistir al milagro
de que en la convivencia misericordiosa con Él, nuestra viña a veces perdida,
puede ser salvada, y dar el fruto debido. Esta es la esperanza que nos anuncia
Cristo y que en su Iglesia nos anida.
Así lo creemos. Así lo agradecemos. Así lo queremos
vivir.
Que María, nuestra Madre Santina nos proteja. El Señor os guarde y os bendiga.
Que María, nuestra Madre Santina nos proteja. El Señor os guarde y os bendiga.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
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