Seminario: aprender a fiarse de Dios
Fiarse de otro. Qué grande regalo si se da en la vida de cada día. Cuando
merodean los retos más amenazantes que de continuo nos echan un pulso a lo mejor
de nuestra esperanza, uno se siente tocado por una sensación de soledad. Se
experimenta una especie de aislamiento en donde da la impresión de que ya nadie
se fía de nadie. Todo puede ser sospechoso de cualquier cosa, y las certezas se
mueven tanto debajo de nuestros pies que se hace fatigoso dar un paso sin tener
la sensación de que una arena movediza terminará por engullir lo que en otros
momentos parecía claro, hermoso y posible.
Hace unos años, Vicente E. Tarancón siendo joven obispo en Solsona,
escribió una célebre carta pastoral. El tema era la alegría sacerdotal. El
contexto al final de la década de los años cuarenta, era de dureza social,
económica, política. Culturalmente había que reconstruir tantas cosas
derrumbadas por los horrores de una guerra fratricida. Ante ese panorama, la
Iglesia tenía ante sí una enorme tarea de anuncio esperanzador con una buena
noticia que contar. Don Vicente se dirigía a sus curas con una carta honda y
llena de responsabilidad haciéndoles testigos de la verdadera alegría de la que
eran portadores como sacerdotes de Jesucristo.
Pero comenzaba con unas palabras que parecen escritas para un tiempo
como el nuestro: «el fracaso nos abruma. El convencimiento de nuestra inutilidad
es una losa de plomo que nos oprime y que nos amarga la existencia. La alegría
huye entonces necesariamente del corazón sacerdotal. Vamos tirando, haciendo las
cosas mecánicamente, pero sin que nuestro corazón se entusiasme por nada y sin
que nada nos ilusione. Y nos pasamos la vida devorando en silencio nuestra
amargura y lamentando el actual estado de cosas que nosotros no podemos vencer».
Pero no era la palabra última. Había otra que escuchar aún.
Ante esta provocación con la que tantas veces nos sentimos acorralados
por lo que nos supera y parece vencernos, se abre entonces el sentido profundo
de la fe que despierta en nosotros una esperanza luminosa más grande que todas
nuestras brumas juntas. Y es entonces cuando entendemos que el sacerdote está
llamado a ser servidor de la alegría. No es un cuentacuentos que entretiene. No
es un monologuista que induce a carcajadas. No es un cantante que pone música a
la letra que ya no existe. Es alguien que sabe de quien se ha fiado como decía
San Pablo (2 Tim 1,1). Fiarse de otro no significa que se entiende todo, o que
todo se hace fácil y simplón. Es más bien mirar las circunstancias, abrazar la
realidad, caminar por el sendero cotidiano, sabiéndonos acompañados por los ojos
y protegidos por las manos de quien más nos quiere, de quien nunca engaña ni
tiene intereses capciosos para aprovecharse de nosotros.
Esta presencia del Señor en nuestra vida, es lo que permite que nos
fiemos de alguien que no es rival, ni intruso, ni enemigo. Su mirada dulce y su
acogida misericordiosa hace que cuanto nos pone en un brete, cuanto a veces nos
acorrala, no tengan ni la palabra última ni una palabra fatal. Esto es lo que
los futuros sacerdotes que se forman en el Seminario deben ir asimilando,
haciéndolo vida propia y experiencia personal. Porque de esta alegría ellos
deberán ser testigos luego en su ministerio sacerdotal. Saber de quien uno se
fía, cuando ese Quien coincide con el mismo Dios, es lo que genera una mirada
nueva capaz de despertar de nuestras noches con pesadillas para amanecer a una
esperanza que nos regala la verdadera alegría. Es el mensaje de este año para el
día del Seminario.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Arzobispo de Oviedo
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