lunes, 18 de diciembre de 2023

Apologética. Por Jorge Juan Fernández Sangrador

Hay un libro, del que son autores los ingenieros Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, que ha tenido mucha difusión en Francia y la está teniendo actualmente en España: “Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución”. Robert W. Wilson, Premio Nobel de Física en 1975, escribió el prefacio para la edición original en lengua francesa.

En esta obra se hace un repaso de algunos temas de la mayor relevancia hoy en el ámbito de la cosmología en su relación con la teodicea y la teología: la muerte térmica del universo, la teoría de la relatividad, el big bang, el principio antrópico, el paso de lo inerte a la vida, la contingencia del universo, el comienzo del tiempo, las matemáticas y la lógica o la verdad de la Biblia.

Contemporáneamente al de Bolloré y Bonnassies, se publicó en España uno de José Carlos González-Hurtado, presidente de EWNT España, “Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios”, en el que trata de mostrar cómo es posible encontrarse con Dios a través de la ciencia y la razón, ya que las nuevas contribuciones de la física, la cosmología, la biología y las matemáticas apuntan hacia su existencia.

Estos libros, y otros de la misma temática y orientación, son para uso principalmente de creyentes, a los que se les ofrecen datos, pruebas empíricas o argumentos, que les permitan apreciar con facilidad la razonabilidad del acto de creer. No son para convencer a nadie, sino para que quienes tienen la inmensa suerte de gozar de la fe religiosa no se dejen amilanar por quienes los motejan de irracionales y anacrónicos.

Ayudan a que se vea que, en el cristianismo, existe coherencia entre lo que se cree, se lee, se investiga, se siente, se hace y, en definitiva, se vive. Y es de sentido común el reconocer que, si los argumentos de libros como los de Bolloré-Bonnassies y González-Hurtado fueran tan evidentes y convincentes como se asevera en las sesiones para promover la venta de libros en estas fechas, habría una multitud de científicos a la puerta de la Iglesia solicitando el bautismo o el retorno a ella. Y no parece que sea el caso. Es más, puede que provoquen en algunos una furibunda reacción en contra. De modo que a este tipo de tratados no hay que exigirles lo que no les compete realizar.

Fue sobre todo el Concilio Vaticano I el que enseñó con autoridad dogmática que a Dios se puede llegar por la razón y por las creaturas, tal como se lee también en la carta a los Romanos (1,20). La probación, sin embargo, ha de ser de orden filosófico, puesto que Dios no es un ser material. Los datos empíricos apuntan hacia su existencia, pero no son ellos los que la demuestran, sino que es la articulación filosófica de esa información la que permite volar hacia las alturas o las profundidades divinas. La escalera es la razón, no el dato en sí mismo.

Hace unos años, el jesuita Manuel María Carreira Vérez impartió, ante unas mil personas, una conferencia sobre fe y ciencia en el Auditorio–Palacio de Congresos “Príncipe Felipe” de Oviedo. La mejor de todas las que yo he escuchado a lo largo de mi vida. Fue de tal rigor, precisión y dominio de la materia, que el público estaba fascinado a la vista de aquel espectáculo de voz, saber y ciencia.

Mas ¿eran sus conocimientos de física los que tenían cautivado al auditorio? Pues no. Era su capacidad de asociar datos, muy sólidos, coadyuvantes al fin que se proponía alcanzar con su discurso. Y esto gracias a su formación filosófica, que era la que lo había dotado de los rudimentos que se precisan para abordar las cuestiones fundamentales de la existencia humana con la destreza de un cirujano, para saber ir a lo esencial, establecer distinciones proporcionadas, correlacionar lo aparentemente disociado y construir un relato lógico, clarividente y con sentido. Sobre datos fehacientes y hechos incontrovertibles, naturalmente.

A pensar y a redargüir ante las impugnaciones, por parte de los que se han empeñado siempre en denostarla, de la racionalidad de la fe cristiana, del credo o del dogma era lo que se enseñaba antes en los seminarios, en la especialidad denominada “Apologética”. Fue eliminada de los programas de formación, al igual que la oratoria. Tal vez no estaban bien planteadas, para estos tiempos, ni la una ni la otra en el momento de la cancelación, pero, como puede verse, hay demanda de una modalidad de discurso y de literatura que, en el ágora de nuestro mundo, muestre con lucidez, exactitud y libertad, la coherencia interna de las verdades de la fe, los hallazgos de los científicos y los principios de la moral evangélica.

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