El comienzo del Año litúrgico nos presenta una perspectiva completa de nuestro futuro. Nuestro futuro es el cielo. Hemos nacido para el cielo, y el cielo es nuestra patria definitiva. Ahora bien, ese futuro se vislumbra con tintes dramáticos, porque el hombre ha roto con Dios, con su Creador y Señor, y ha comprometido seriamente su futuro. Dios, sin embargo, le ofrece de nuevo y con creces la salvación rechazada. La historia del hombre, por tanto, se convierte en una lucha dramática entre los extravíos del hombre y Dios que sale al encuentro de ese mismo hombre extraviado, ofreciéndole su casa, abriéndoles los brazos, brindándole su perdón y derrochando con él su misericordia. Verdaderamente, Dios es amigo del hombre, y más todavía del hombre roto por el pecado y por sus propios extravíos.
En este camino de ida y vuelta, en este cruce de caminos -de Dios al hombre y del hombre a Dios- está situado Jesucristo, el Hijo de Dios enviado del Padre, que sale al encuentro del hombre. Cristo, hombre como nosotros, se ha convertido en nuestro hermano mayor, el que nos enseña el camino para volver a la casa del Padre. La salvación del hombre tiene nombre, se llama Jesucristo. El es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6) del hombre.
Jesucristo es el esperado, aún sin saberlo, por el corazón de todo hombre
que viene a este mundo, porque sólo Jesucristo puede darle lo que el corazón
humano desea y ansía. Sólo Jesús puede abrirle de par en par las puertas del
cielo, cerradas por el pecado. Sólo Jesús puede pagar esa inmensa deuda que el
hombre arrastra sobre sus hombros en su relación con Dios. Sólo Jesús nos hace
verdaderos hermanos de nuestros contemporáneos, haciéndonos capaces de perdonar
a quienes nos ofenden. Sólo Jesús puede traer la paz al corazón del
hombre.
Esa esperanza de toda la historia de la humanidad se cumplió en el vientre virginal de María, que concibió virginalmente (sin concurso de varón) a Jesús y permanece virgen para siempre. Ese mismo Jesús, ya glorioso, vendrá al final de la historia para llevarnos con él al cielo para siempre. Y ese mismo Jesús es el que viene ahora en cada persona y en cada acontecimiento, provocando en cada uno de nosotros un encuentro con él.
Esa esperanza de toda la historia de la humanidad se cumplió en el vientre virginal de María, que concibió virginalmente (sin concurso de varón) a Jesús y permanece virgen para siempre. Ese mismo Jesús, ya glorioso, vendrá al final de la historia para llevarnos con él al cielo para siempre. Y ese mismo Jesús es el que viene ahora en cada persona y en cada acontecimiento, provocando en cada uno de nosotros un encuentro con él.
Ahora bien, aquella primera venida se realizó en la humildad de nuestra
carne. La última venida se realizará en la gloria del resucitado. Y la venida
cotidiana a nuestra vida se produce en la fe y en la caridad, generando en
nosotros una esperanza que no se acaba. Porque esperamos, podemos ponernos a la
tarea de transformar nuestra vida y nuestro mundo.
Jesucristo se ha puesto de nuestra parte en este camino de esperanza, dándonos el Espíritu Santo, capaz de superar toda dificultad, incluso hasta la muerte.
Jesucristo se ha puesto de nuestra parte en este camino de esperanza, dándonos el Espíritu Santo, capaz de superar toda dificultad, incluso hasta la muerte.
Por eso, el tiempo de adviento es tiempo de esperanza. Esperamos la última
venida del Señor, esa que a los cristianos de todos los tiempos les ha mantenido
en vela, a veces incluso en medio de grandes dificultades. Cada día que amanece,
cada actividad que emprendemos tiene como meta el encuentro definitivo con el
Señor. La oración más antigua de la comunidad cristiana es: ¡Ven, Señor!
(Maranatha!). Una oración que sale del corazón de quien espera su gloriosa
venida, y por tanto, la victoria definitiva de Dios y de su Cristo, frente a
todas las dificultades con las que tropezamos cada día, frente a nuestras
debilidades y pecados, frente a Satanás y frente al mundo que nos engaña. Una
oración que ha sostenido la esperanza de muchos corazones.
El tiempo de adviento nos sitúa en esa perspectiva amplia del final de
nuestra vida, que da sentido a cada momento presente. El tiempo de adviento
tiene a Jesucristo como centro y a la Madre que le lleva en su seno. El tiempo
de adviento nos prepara de manera inmediata para la Navidad que se acerca. Es un
tiempo muy bonito, porque nos habla de algo nuevo, que Dios va haciendo en el
corazón de cada hombre.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
No hay comentarios:
Publicar un comentario