(Infovaticana) El pasado 7 de octubre, los bajos de la iglesia del Sagrado Corazón de Oviedo —antiguamente convento de las Salesas— acogieron la presentación del libro Estoy enamorada del Señor, biografía de María Isabel González del Valle, la ovetense que, a comienzos del siglo XX, llevó fe y cultura a los pobres de Andalucía junto al beato Tiburcio Arnáiz, SJ.
La obra, publicada por la editorial Homo Legens, lleva la firma de Mons. Alberto José González Chaves, autor de una extensa trayectoria en el campo de la literatura espiritual e hagiográfica. En el catálogo de la misma editorial figuran también sus títulos Dame Almas —biografía del cardenal Merry del Val—, Benedicto XVI, doctor del Ángelus, y, recientemente, De León XIII a León XIV. Unidos por el Rosario. En su biografía de Maria Isabel, según su estilo, el autor entrelaza la investigación documental con una prosa espontánea y cuidada a partes iguales, ofreciendo al lector el retrato de una mujer que supo convertir la belleza en caridad y la cultura en servicio.
Un lugar simbólico para la presentación
El lugar elegido para la presentación no pudo ser más simbólico. En el colegio de las Salesas había cursado estudios la propia María Isabel y allí recibió gracias interiores y confidencias del Señor que marcaron su vida espiritual. Años más tarde, dos de sus hermanas ingresarían en ese mismo monasterio, al que ella acudía cada vez que regresaba a Oviedo y al que enviaba cartas llenas de afecto y noticias de sus andanzas apostólicas. Aquel terreno (del edificio hoy existe sólo la iglesia, hoy de los jesuitas) dio al acto el sentido de un regreso al origen. «Todo es providencia», afirmó a tal propósito la hermana María Leticia Montero Granados, actual directora de las Misioneras de las Doctrinas Rurales. «María Isabel se consideró siempre hija y nieta de San Ignacio», explicó.
La convocatoria congregó a más de un centenar de asistentes, la mayoría ovetenses, aunque también se dieron cita personas llegadas de otras diócesis y de Andalucía. Presidió el acto el arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz Montes. Asistieron tambien el párroco de San Juan el Real —a cuya jurisdicción pertenece el templo—, el deán de la Catedral, algunos jesuitas de Oviedo, otros sacerdotes y religiosas y muchas docenas de seglares. Fue especialmente sugestiva la presencia de dos sobrinos carnales de María Isabel, uno de los cuales, don José María González del Valle y Cienfuegos-Jovellanos, abrió el acto con unas palabras que fueron verdadera memoria histórica y familiar.
Al final, el Sr. Arzobispo pronunció un parlamento brillante, profundo y entrañable, destacando la hondura espiritual de María Isabel, su fidelidad a la Iglesia y la vigencia de su ejemplo. Subrayó la necesidad de mirar su vida como testimonio de mujer creyente, culta y alegre, que hizo del Evangelio una forma de presencia luminosa en medio del mundo. «Era una mujer buscadora, adornada con un sinfín de talentos y valores que fueron despuntando para describir lo que sería una biografía de santidad», señaló el Prelado, subrayando la «vocación novedosa» que suponía el paso que dio María Isabel González del Valle, junto a sus primeras compañeras, de convertirse en «mujeres jóvenes consagradas en una obra apostólica inédita, pero sin ser religiosas», lo que «entrañaba un cierto desvalimiento e inseguridad al no contar con el santo refugio que garantiza un convento».
El Arzobispo citó una reflexión de la fundadora de las Misioneras de las Doctrinas Rurales acerca de los ataques que sufría la Iglesia en los agitados años 30 del siglo XX: «Pensar que los malos cuando triunfaron se atrevieron, siendo una minoría tan pequeña en España, a derribar el trono, a perseguir a la Iglesia y a dictar tanta ley injusta y persecutoria, y que ahora, que han triunfado los buenos, que tienen consigo a toda España, no se atreven a barrer la porquería que amontonaron los otros solamente en dos años (…). En fin el número de tontos es infinito». Sanz Montes lanzó una pregunta al auditorio tras acabar la cita, que era aún más extensa: «¿Les suena? Pues pongan música a esta letra y tendremos la actual sintonía».
El acto concluyó con un caluroso reconocimiento a las Misioneras de las Doctrinas Rurales, presentes en la sala, que prolongan el carisma fundacional de María Isabel con humildad y constancia. Ellas son, hoy, el rostro visible de una herencia espiritual que no ha perdido frescura: mujeres que enseñan, acompañan, oran y construyen comunidad en lugares donde la fe y la esperanza se aprenden en lo pequeño.
¿Quién era María Isabel González del Valle?
Nacida en Oviedo el 2 de julio de 1889, María Isabel González del Valle creció en un hogar donde la música, la lectura y la fe se respiraban como lenguajes naturales. Aquella educación armoniosa se transformó, con el tiempo, en un estilo de caridad serena. Tras unos Ejercicios espirituales en Madrid en 1920, vivió una conversión profunda que la llevó a unirse al jesuita Tiburcio Arnáiz y a fundar en 1922, en Gibralgalia (Málaga), la primera Doctrina Rural, dedicada a la alfabetización, la catequesis, la liturgia y la promoción humana en las zonas más pobres.
Su exclamación espontánea “¡Estoy enamorada del Señor!” resumió la orientación de toda su existencia. Murió en Jerez de la Frontera en 1937, dejando tras de sí una siembra silenciosa que hoy florece en la causa de su beatificación, abierta recientemente en la diócesis de Málaga.
Tres medios asturianos coincidieron al valorar esta presentación
La Nueva España recordó a “la ovetense que hizo misión en Andalucía”, resaltando su origen en una familia culta y musical que forjó su sensibilidad y su disciplina interior.
El Comercio subrayó el carácter entrañable del homenaje y el rigor documental de la obra, mientras que Opinión Ibérica insistió en la actualidad de su legado y en la labor que continúan hoy las Misioneras de las Doctrinas Rurales, que prolongan su carisma fundacional en aldeas y pueblos apartados, con la misma abnegación y alegría que animaron a María Isabel.
La presentación de «Estoy enamorada del Señor» fue mucho más que un acto editorial: fue una celebración del alma ovetense en su mejor expresión, donde la fe, la cultura y la nobleza se dieron la mano. La figura de María Isabel González del Valle brilló con la luz serena de lo verdadero: la de una mujer que aprendió entre partituras a servir con armonía, que entendió la belleza como camino hacia Dios y que convirtió su educación en don para los demás. Oviedo, al recordarla, recordó lo mejor de sí misma: la ciudad donde la música se hizo oración, la cultura se hizo servicio y la fe se hizo alegría.
El testimonio de las Misioneras de las Doctrinas Rurales, presentes y activas, confirma que su espíritu sigue vivo: discreto, alegre, generoso. Y así, más de un siglo después, la melodía espiritual de María Isabel González del Valle sigue sonando, suave y firme, como una sinfonía de amor que no termina.
Palabras del autor en la presentación de Estoy enamorada del Señor
Excelentísimo y Reverendísimo Señor Arzobispo; reverendos señores sacerdotes; don José María González del Valle; queridas Misioneras de las Doctrinas Rurales; señoras y señores:
Esta tarde presentamos un libro que nace de la gratitud: «Estoy enamorada del Señor». Su protagonista, María Isabel González del Valle, es hija de esta tierra; y comprender su vida es imposible sin la casa en la que creció y sin la ciudad que respiró. Antes que fechas y lugares, su biografía tiene un latido: una familia culta y musical en el corazón de Oviedo. Ese humus —intelectual, artístico y religioso— explica la armonía con que, más tarde, transformará sus talentos en servicio.
Hablar de la familia González del Valle es evocar un hogar numeroso (quince hijos) sostenido por la figura pública y musical de don Anselmo González del Valle, y por una madre que hizo de la cultura una forma de educación del alma. Aquella casa fue un taller de humanidad: biblioteca, tertulia y sala de música al mismo tiempo. Allí la cultura no se ostentaba; se vivía. Allí la música era lengua materna. Por eso, cuando más tarde hablemos de su vida interior, no nos extrañará que todo suene como una partitura bien afinada.
El perfil de don Anselmo (1852–1911) ayuda a entenderlo: pianista, compositor, mecenas; impulsor decisivo de la vida musical ovetense; en su palacio se reunían intérpretes, se estudiaban partituras y se forjó la Sociedad Filarmónica de Oviedo (1907). Una biblioteca musical extraordinaria, una escuela y una cátedra de violín sostuvieron ese clima donde los hijos aprendían, por inmersión, que la belleza obliga. Ese tono —elegante, disciplinado, alegre— es el que María Isabel convierte luego en caridad cotidiana.
El linaje ascendía, además, por la rama de Anselmo González del Valle y Fernández Roces (1820–1876) —empresario, benefactor de la Universidad, figura del Oviedo decimonónico— y por redes familiares tejidas entre Asturias y Cuba, de las que venían recursos y sensibilidad para las artes. No era un lujo superficial: era una cultura de Estado doméstico, de deber cívico y delicadeza espiritual. En esa síntesis se educó María Isabel.
María Isabel nació en Oviedo el 2 de julio de 1889 y fue la duodécima de los quince hermanos. Infancia feliz; juventud de piedad, lectura, familia y vida social, con una manera ovetense de estar en el mundo: sobria, exacta, cordial, sin estridencias. Diríamos que su ciudad le enseñó a no confundir brillo con altura, y su familia, a no separar belleza de bondad.
De ese hogar saldrá la convicción de que la excelencia no es privilegio, sino responsabilidad. La música, que allí sonaba como un rito diario, será la imagen más fiel de su madurez: toda virtud es un arte y todo arte verdadero pide disciplina y donación. Por eso, cuando Dios le pida más, sabrá entregar más y mejor. (Aquí está la clave de todo lo que vendrá).
El giro interior llega en Madrid, abril de 1920: Ejercicios de San Ignacio y una conversión nítida. La joven elegante y culta percibe una llamada que desborda su horizonte. Y responde con prontitud asturiana, sin dramas ni proclamas, con esa mezcla de firmeza y serenidad que aquí se llama “tener norte”. Poco después, en Málaga, encuentra al Padre Tiburcio Arnáiz, SJ: con él aprenderá a convertir su formación en apostolado concreto.
En 1922 comienza la Obra de las Doctrinas Rurales: aldeas y cortijos, caminos duros, escuelas improvisadas, catequesis pacientes, templos que nacen de la fe de la gente sencilla. Lo decisivo, sin embargo, no es el mapa, sino el método: elevación por la belleza y la verdad. Aquella educación recibida en Oviedo —libros, música, conversación— se vuelve alfabetización, dignidad, liturgia bien cuidada, presencia eucarística. La cortesía aprendida en casa se hace ternura con los pobres; el rigor intelectual, claridad catequética; la música de salón, armonía de comunidad.
Permítanme subrayarlo: su ser ovetense no desaparece; se transfigura. Donde otros hubieran visto distancia social, ella ve deuda de amor. Donde el camino es largo, aplica lo aprendido en el piano: compás, perseverancia, afinación. Y donde parece que nada cambia, sostiene el tono, como sostienen el hilo las cuerdas graves en una sinfonía. Eso explica la fecundidad de su obra y la alegría con que la vivió.
Quienes hoy nos acercamos a su figura encontramos una biografía compacta: infancia y juventud en Oviedo; conversión ignaciana; encuentro con el Beato Arnáiz; fundación y despliegue de las Doctrinas Rurales; y una muerte humilde en Jerez de la Frontera (6 de junio de 1937), con la sencillez de los santos que, al apagarse, iluminan. Todo esto dibuja un arco limpio: de la cultura recibida al Evangelio entregado.
Hoy reparamos en la actualidad de su ejemplo. No se trata sólo de memoria piadosa: varios trabajos y noticias han mostrado la vigencia pastoral y social de su intuición —la evangelización de lo rural, la promoción humana con raíces cristianas, la educación del corazón por la belleza—, e incluso en la diócesis de Málaga se ha incoado su causa de canonización. No es difícil reconocer en su perfil un patrón de santidad laical femenina de singular fuerza para nuestro tiempo.
El libro que presentamos —Homo Legens, 2025; 300+ páginas; prólogo de Mons. Jesús Sanz Montes— quiere precisamente ordenar esos datos, tejerlos con su trasfondo ovetense y mostrar el hilo íntimo de su vida: esa frase que le presta título, “Estoy enamorada del Señor”. No es un axioma; es un diagnóstico. En ella caben su familia, su ciudad, su conversión y su misión. Es el modo breve de decir: “todo lo que recibí, lo devolví en clave de amor”.
Permítanme ahora volver al principio, al hogar. Si uno entra con imaginación en aquella casa ovetense, advierte tres rasgos que serán determinantes:
La música como disciplina del alma. No hay improvisación frívola: hay estudio, técnica y gusto. Eso, traducido al campo apostólico, será constancia y finura.
La conversación culta. La palabra como lugar de encuentro: leer, escuchar, responder. En Andalucía rural se convertirá en catequesis dialogada, humilde y luminosa.
La religiosidad doméstica que da forma a la jornada. En la misión, será presencia eucarística como centro.
Así se entiende que su estilo no fuera ni activista ni devocionista, sino clásico: verdad, belleza, bien, en ese orden; cultivar la forma para custodiar el fondo; elevar sin humillar; enseñar rezando y rezar enseñando. Es, si me permiten, una manera ovetense de la santidad: la que no grita, la que persuade, la que sostiene, la que sirve con elegancia.
Algunos hitos nos ayudan a situarla: abandona el mundo en otoño de 1920 buscando la voluntad de Dios; sube a la Sierra de Gibralgalia en 1922 para iniciar la obra; se le suman mujeres valientes —como Lourdes Werner—; el santo obispo Manuel González alienta la reserva eucarística en parajes remotos; y todo crece por atracción, sin grandilocuencia, como crecen las cosas verdaderas. Ese “orden tranquilo” tiene el ritmo con que en su casa se ensayaban las piezas antes de compartirlas.
En clave histórica, su paso por la España convulsa de los años 20 y 30 muestra lucidez y caridad: donde hay ignorancia, escuela; donde hay desarraigo, parroquia; donde hay tristeza, canto. Nada de esto lo improvisa una activista; lo construye una mujer educada para la altura. Y aquí volvemos a Oviedo: educar para la altura era, en su casa, la forma cotidiana de amar.
¿Y qué puede decirnos hoy Oviedo al mirarse en ella? Que no es menor don el de una familia que afina; que una ciudad que educa deja huella más honda que cualquier moda; que la cultura —cuando es verdadera— ensancha el corazón y lo vuelve disponible para Dios y para los pobres. Quizá ahí esté el mensaje más urgente de María Isabel para nosotros: volver a hacer del hogar lugar de fe y sonrisas, de música y familia, de libros y virtudes, de oración y servicio; de esas casas salen vidas que transforman.
Termino como empecé: con gratitud. Gratitud a Oviedo, por haber dado ese tono digno y sereno a su alma. Gratitud a su familia, por el tesoro de una educación que unía exigencia y ternura. Gratitud a quienes hoy custodian su memoria y a esta edición que la ofrece con pulcritud a nuevos lectores. Gratitud al Señor Arzobispo por su bello prólogo, su gentil presencia y sus interesantes palabras aquí, esta tarde. Y, sobre todo, gratitud a Dios nuestro Señor, que convirtió la música de un hogar ovetense en sinfonía de caridad en las tierras pobres de España.
Si tuviera que dejar una sola frase para quienes esta noche se llevan el libro a casa, repetiría la de María Isabel, sabiendo lo que significa después de escuchar su historia: “Estoy enamorada del Señor”. En esa enunciación cabe Oviedo entero —sus campanas, sus cátedras, sus salones de música—; cabe una familia que afinó el oído y el corazón; caben los pobres a los que sirvió; cabe su muerte humilde y su esperanza grande. Y cabemos nosotros, invitados a afinar de nuevo nuestra vida para que suene, también, a caridad.
Muchas gracias.
Alberto José González Chaves
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