Tenemos avanzado el otoño y los bosques de nuestras montañas asturianas hacen gala de esos colores con sus tonos ocres como humilde alabanza que pone ante nuestra mirada la dulzura de un tiempo sereno y lleno de nostalgia. Este es el ambiente que siempre rodea la festividad que hoy celebramos los cristianos en la memoria de una advocación mariana tan entrañable y tan hispana como la Virgen del Pilar. Ella siempre aparece junto a aquel apóstol audaz que llegó al Finisterre de aquella época primeriza cristiana.
Muchos artistas nos lo han descrito en su trance más bajo a la orilla del gran cauce fluvial de Cesaraugusta, la actual Zaragoza. Allí andaba el bueno de Jacobo, hermano de Juan, y ambos hijos del Zebedeo. Llegó a donde más lejos llegaron aquellos doce amigos que Jesús hizo sus discípulos. Junto a Pedro y Juan obtuvo confidencias y privilegios en esa amistad extraordinaria con el Maestro. Su misma madre se atrevió a pedir al mismo Jesús un cargo de importancia para sus dos hijos, Jacobo y Juan, en ese Reino de los cielos del que hablaba Cristo, como quien pide un par de carteras ministeriales para hacer de los dos del Zebedeo, personas importantes y consideradas.
Tenían por sobrenombre “Bonaerges”, que en arameo significa “los hijos del trueno”, apodo puesto por Jesús mismo cuando vio cómo se las gastaban aquellos dos hermanos con su frecuente impetuosidad. Resultó curioso el que aquel hijo del trueno fuese fulminado por la indiferencia de los hispanos cuando les anunciaba el Evangelio. Por eso sorprende esa escena que retratan las antiguas crónicas al ver este Jacobo, cuyo nombre conocido viene ya tras la popular veneración como santo cristiano: San Jacobo, San Yago, Santiago… el apóstol. La escena es la de un hombre abatido en su más clamoroso fracaso en aquella Hispania romana al contar que él se había encontrado con Cristo.
Problemas lingüísticos, porque posiblemente con su arameo oriental no se hizo entender con el latín ibérico. Problemas de usos y costumbres tan diferentes quizás con los que él traía de sus lares en la Galilea de entonces. Problemas de pedagogía, tal vez por no acertar a presentar como Buena Noticia con su mensaje de paz, de luz y de gracia, las bienaventuranzas que él escuchó con asombro admirado desde los labios del Maestro Jesús. ¿Cómo contar aquello de lo que él fue testigo: que las personas que entraban en contacto con Jesús les cambiaba la vida? ¿Cómo transmitir lo que vio cuando Jesús se apostaba en la plaza para ver jugar a los niños y poner ejemplo de su inocencia infantil, o cuando vio pasar a la viuda de Naim que iba a enterrar a su hijo único, o aquel suceso en Jericó cuando el más odiado del pueblo por ladrón (aquel señor bajito llamado Zaqueo) decidió devolver cuatro veces más lo que había robado con sus extorsiones e influencias? Y así, podrían pasar por el argumentario de su prédica los debates ariscos con los fariseos por parte del Maestro, como también la misericordia entrañable que tuvo con María Magdalena y tantos otros pecadores o tullidos a los que curó de sus cegueras, de sus cojeras y de sus derivas torpes en las distintas contradicciones morales. Pero no le dio resultado, y de ese modo quedaba fulminado en la tristeza de su infecundo trabajo apostólico el hijo del trueno que se pavoneaba junto a Pedro y a Juan en aquellos tres años de aquí para allá siguiendo a Jesús en Galilea y Judea. Pero la Hispania romana ya se ve que era otra cosa.
Por eso hoy celebramos no una derrota apostólica, sino el milagro de la cercanía materna que consiguió levantar el ánimo, empujar de nuevo a la andanza evangelizadora a quien así desfondado masticaba su tragedia. Es la Virgen del Pilar. Porque fue sobre un pilar de jaspe a orillas del río Ebro, donde se hizo presente aquella madre que como tal recibimos los cristianos al pie de la cruz en la persona de Juan: hijo, he ahí a tu madre, le dijo Jesús al discípulo amado, hermano de Santiago. Y ella supuso para este apóstol necesitado de apoyo y consuelo, lo que cualquier madre ofrece a un hijo desvalido: justamente un pilar donde apoyarse, un pilar de belleza y fortaleza para levantar la cabeza y seguir adelante. María representa lo mejor de nuestra historia cristiana. La historia creyente de la Virgen nos habla de un requiebro hermoso en la fatalidad cotidiana, para asomarnos con Ella y en Ella a cómo en la tierra de todos nuestros imposibles Dios puede hacer florecer su divina posibilidad. ¿Qué representa para nosotros lo imposible? ¿Nos atreveremos a ponerle nombre y circunstancia? Tantas cosas nos pueden resultar así de inasequibles, de desbordantes, hasta provocar las lágrimas que furtivamente hemos ido a compartir con la dulce Señora en esa ermita escondida del corazón. Ella nos dice que Dios tiene recursos, que nos sabe amar y que es el único que no juega con nuestra felicidad, trocando de este modo nuestro llanto en danza, quitándonos los lutos para revestirnos de la algazara de una fiesta que no acaba.
Esto fue María para Santiago, junto a aquellas orillas en la Cesaraugusta de entonces. Y bien lo celebran los amigos aragoneses, pero no sólo ellos, sino toda España, y no sólo el resto de los españoles, sino toda esa América hispana. Hace cinco siglos sucedió esa epopeya de la historia universal con el descubrimiento de América. Descubrir un mundo nuevo, nuevas gentes, nuevas tierras, encerraba una serie de intereses económicos, políticos y militares. Tamaña hazaña, llevada a cabo por hombres con sus luces y sombras, sus gracias y pecados, tenía también otro objetivo. No sólo llevaban ambiciones comerciales, no sólo portaban arcabuces y soldadescas, llevaban también el evangelio, la cruz del Resucitado y un mensaje salvador que anunciar y compartir como enseña. Es el reconocimiento de estos pueblos hispanos hermanos nuestros con los que tenemos en común la lengua, la fe y el afecto mutuo. Pero antes de la efeméride histórica, el 12 de octubre es para nosotros una fiesta mariana: nuestra Señora del Pilar. Hoy nos hacemos peregrinos de ese santuario zaragozano que nos reclama nuestra mirada y nuestra devoción.
Santiago y la Virgen del Pilar en esta fiesta señera, nos mueven a pedir por este pueblo que los tienen como patronos y protectores en la tierra. Si Santiago es patrono de España, la Pilarica aúna en su fiesta a una nación entera. A ellos nos encomendamos para que lo que nos une en la España toda, sea motivo de alegría fraterna y no división cicatera. Pedimos para que la unidad permita el abrazo de hermanos que saben tejer con sus hilos plurales el bordado bello y pacífico de una serena convivencia.
En este día tan festivo, nos acercamos con gratitud y afecto a uno de los cuerpos de seguridad del Estado como es la Benemérita, que celebra en la Virgen del Pilar a su patrona señera. Vaya nuestro sentido agradecimiento por estar presente la Guardia Civil en tantos escenarios donde necesitamos una ayuda y una defensa: en las carreteras, en la montaña, en el mar; allí donde se atenta contra la vida y la seguridad ciudadana y rural, en las fronteras, y también donde haya delincuentes de guante blanco o sofisticado que porfían altaneros contra la justicia y la verdad. Por todo ello, en un día como hoy, es justo y necesario felicitar a nuestros guardias civiles por su impagable labor, aún a cosa de sacrificios que llega al más extremo cuando te juegas la vida. Ofrecemos la santa Misa por los miembros de la Guardia Civil que han fallecido en acto de servicio, y pedimos por sus familiares, sus compañeros y amigos.
Que la Virgen del Pilar sea esa columna de afecto y seguridad para todos, que en tiempos de zozobra sostiene nuestra esperanza.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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