sábado, 1 de febrero de 2025

Desde nuestro brocal: Auschwitz, in memoriam

 El cielo se puso tremendamente oscuro, como yo nunca antes había visto. En aquellas primeras horas de la tarde se cernía la tormenta que luego explotó: un viento huracanado y una lluvia torrencial. Estaba en el bloque 18 del barracón que alberga la celda en la que Maximiliano Mª Kolbe fue asesinado. Al no poder salir afuera, volví al pasillo subterráneo donde estaba la celda, durante casi media hora. Fue allí, donde una inyección letal acabaría con la vida de aquel sacerdote polaco, franciscano, que decidió ponerse en lugar de un padre de familia que iban a fusilar por una falsa acusación. El fraile, ante el pasmo de los vigilantes nazis, dio un paso al frente y, entre risas y sarcasmos, le aceptaron tamaño trueque. Sería canonizado por su compatriota Juan Pablo II el 10 de octubre de 1982. Allí en la plaza de San Pedro, totalmente conmovido con su traje de presidiario, estaría aquel esposo y padre de familia que se cruzó con la entrega martirial de alguien que daría la vida por él, como aprendió del mismo Jesús. 

Tengo en mi retina aquel rato de silencio, mi soliloquio en una celda que hablaba de un amor de otro mundo. Muchos pensamientos me venían a la mente, latidos veloces me palpitaban en el corazón, y aquel lugar maldito por el odio más feroz y absurdo, fue para mí una inmensa provocación. Se trataba del campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Uno de los más grandes construidos por el loco delirio de Adolf Hitler para asesinar, de tantas formas, a cuantos allí terminaron su viaje en el tren de la desesperanza. 

Se cumplen los 80 años de la liberación de aquella tragedia inhumana. La puerta de entrada al campo, señalaba con sarcasmo la bienvenida: “Arbeit macht Frei” (El trabajo libera), pero era una encerrona sin más puerta de salida que el crematorio después de pasar por la cámara de gas. En Alemania conservan algunos campos de exterminio mostrados con pudor, no como macabra exposición de los horrores humanos, sino como humillante recordatorio para no repetir los errores que avergüenzan a la humanidad. Me he acercado a otros dos campos de exterminio: Dachau (cerca de Munich), donde albergaron a sacerdotes y religiosos, y Mauthausen (en Austria), donde fueron gaseados muchos españoles. 

Una conmoción que te deja sin habla, te quita el aire. El Papa Wojtyla comparó estos campos con la antesala del infierno, porque difícilmente se pueden dar tantas inhumanidades al servicio de un mal casi infinito. Era sobrecogedor estar allí, respirar sus olores, flanquear los edificios de ladrillo, merodear las alambradas de la muerte, los paredones de fusilamiento, las celdas de castigo letal, las cámaras de gas, los hornos crematorios… Bastaba ver las fotografías, los documentos en alemán, los utensilios y herramientas, gafas, maletas, ropa, guedejas rubias de mujer que no lograron encanecer, o las trenzas de niñas que no verían su mañana. Todos fueron gaseados en la sala que a continuación pude ver en un profundo silencio sobrecogido. ¿Qué hicieron esos pequeños para merecer tan terrible y prematuro final? Aquellos zapatitos no calzaron más los pies que no corretearon los senderos de la vida. ¿Qué caminos les fueron censurados? ¿Qué talentos les fueron de ese modo truncados? ¿Qué plan de Dios sobre cada uno de ellos fue así roto y malogrado? 

Aquella guerra terminó. Hoy tenemos otras, en el hampa de la mentira, de la corrupción y la violencia en cuyos cauces malditos de nuevo se atenta contra la vida más inocente en todas sus formas: la del no nacido, la que pena para sobrevivir dignamente y la de quien termina su periplo natural. Porque la única memoria histórica creíble es la que aprende de los horrores propios y ajenos, y no desentierra viejos rencores que propician nuevos errores con insidias. El Padre Kolbe dio la vida, como el trigo que cae en tierra: hasta dar mucho fruto. Es la esperanza con la que Dios hace nuevas todas las cosas. 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, 
Arzobispo de Oviedo

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