jueves, 20 de febrero de 2025

La libertad cristiana. Por Francisco Torres Ruiz

(In virga virtutis) «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres» (Don Quijote de la Mancha II, LVIII). Solo un genio católico como don Miguel de Cervantes Saavedra pudo sintetizar en pocas líneas el mayor don que Dios concede a los hombres en el bautismo.

La libertad, ese precioso don de Dios tan difícil de alcanzar y aún más complicado de mantener, es un concepto eminentemente católico. Se trata de la libertad de quien se sabe hijo de Dios y el único ante quien debe rendir cuentas de su conciencia. La libertad es un don divino que Dios concede en la creación y que reafirma por la victoria de Cristo sobre el pecado y el mal con su muerte en Cruz.

Por otra parte, el pecado es el mayor enemigo a la verdadera libertad cristiana porque nos limita y nos esclaviza. El alma cristiana, cuando se aleja de su fuente de libertad, que es Dios, busca saciar su sed en otros manantiales que le ofrecen rápido y momentáneo consuelo, pero que pronto se demuestran como una mentira y un espejismo. Pues el pecado no libera, el pecado nos hace sentirnos solos, abandonados de Dios. El pecado nos aparta de tal manera del bien, que nos encierra en una constante acusación de conciencia que no nos deja experimentar que la última palabra la tiene la misericordia de Dios.

En la Sagrada Escritura, la liberación de Egipto es el acontecimiento central de todo el Antiguo Testamento. Toda la historia de Israel comienza en ese punto: los hebreos deben salir de Egipto para tributar culto al Señor Dios. Ese nuevo culto no puede celebrarse bajo la bota de Egipto, sino en libertad. De ahí que un culto litúrgico solo puede celebrarse en libertad siendo, además, él mismo generador de libertad.

Por otra parte, la promesa de Dios a Abraham de darle una descendencia y una tierra nos recuerda las condiciones básicas para la libertad humana. Tener una familia y tener una propiedad personal para poder vivir es algo que capacita y realiza al hombre. Es más, la propia familia y la propiedad privada son garantía de independencia y de libertad. Es por eso por lo que, como se ha ido repitiendo a lo largo de la historia, todos los regímenes políticos que han pretendido implantar un paraíso en la tierra han querido restar libertad al individuo al desarraigarlo de su tierra, mediante la emigración, la expropiación; y han querido hacer leyes de injerencia en la familia: controlando la educación de los niños, eliminando la libertad de elección de centro, o con políticas antinatalistas. Frente a ello, la Iglesia ha desarrollado una acertada Doctrina Social donde prima el valor de la familia como Iglesia doméstica y primera célula de la sociedad, donde se aprenden valores espirituales y humanizadores; y donde se expone el recto uso de los bienes personales atendiendo a la propiedad privada y a la comunicación de los bienes.

Pero no podemos dejar atrás estas palabras del prólogo del evangelio según san Juan que, a veces, pasan desapercibidas: “a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 12). La libertad del cristiano radica en la filiación divina. El mayor poder de un hijo de Dios es la vivencia de la libertad en todos los órdenes y en todas las situaciones. Dios quiere hijos libres, no esclavos. Amigos, no siervos. Y ante el Dios que se revela como Padre, la respuesta del hombre es corresponder libremente a ese amor paterno. La filiación divina es nuestra verdad más íntima y, por tanto, la causa más profunda de nuestra libertad interior y exterior.

La primera libertad humana está dentro del alma del sujeto. Un corazón libre ama libremente. Un corazón acomplejado o lleno de prejuicios, no podrá nunca amar sino tan solo temer. San Juan en su primera carta escribe lo siguiente: «qui autem timet, non est perfectus in caritate» (1Jn 4, 18). Que mal traducido significa: el que tiene miedo, no sabe querer. Por eso, la libertad debe ir siempre acompañada del amor. La libertad responde al amor y el amor solo es tal si se vive en libertad. No se trata de un amor libre sino de una libertad para amar. Soy libre en la medida en que amo y amo en la medida en que soy libre.

Por otro lado, un alma encadenada al pecado, aun siendo ignorante de ello, no alcanzará nunca a experimentar las maravillas que Dios puede hacer en ella. No se trata de medirnos con los demás para saber si somos mejores, sino de dar frutos cada día de santidad y vida eterna. En la medida en que buscamos hacer el bien, y agradar así a nuestro Señor, en libertad, entramos en una dinámica de justicia y caridad que nos aleja, poco a poco, del pecado y nos acerca más al supremo bien que es Dios mismo.

El recto ejercicio de la libertad debe estar siempre dirigido a la elección del bien, aun a pesar de correr el riesgo de desviarnos hacia el mal. En este sentido, son interesantes estas palabras de San Josemaría Escrivá en Amigos de Dios 26: “¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores”.

En este sentido, la libertad necesita de una guía que actúa en nosotros, esto es, la gracia de Dios. Acogiendo esta ayuda divina, el hombre perfeccionándose interiormente, aprende así a ejercitar esa libertad que ha recibido como don, apartándose de la posibilidad de usar de ella erróneamente.

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