Paul Richard Alexander tenía seis años, y no había aún vacuna, cuando contrajo la polio, que lo dejó inmovilizado de cuello para abajo. Y, mientras le llegaba la hora fatal, pues los médicos le dieron pocos meses de vida, lo encapsularon en un pulmón cilíndrico de hierro para que le resultase más fácil respirar.
Paul aprendió a administrar, a pesar de la atrofia que padecía, el beneficio que recibía de la máquina y logró no sólo sobrevivir, incluso estando algunas horas fuera del encierro, sino cursar estudios de derecho y llegar a ser abogado. Falleció hace unos días con setenta y ocho años.
Escribió como pudo, sin prisa, con paciencia, su autobiografía, que redactó valiéndose de una pluma que conducía con la boca o bien con la ayuda de alguien que trasladaba al papel lo que le iba dictando. Quedaron consignadas así, en un cuaderno, sus vivencias y su extraordinario testimonio de lucha, tenacidad y decisivas victorias personales.
El libro autobiográfico se titula “Three minutes for a dog. My Life in an Iron Lung” (Tres minutos por un perro. Mi vida en un pulmón de hierro). Convendría que alguna editorial se preocupase de traducirlo al español. Hará mucho bien a quienes la lean.
El título se debe a que una persona que atendía a Paul, cuando era pequeño, le ofreció como regalo un perrito si se arriesgaba a estar, ¡horror!, tres minutos fuera de la máquina. Seducido, con todo, por la idea de tener una mascota, aceptó el reto. Y poco a poco aprendió a respirar por sí mismo, lo cual le permitió actuar fuera del cilindro metálico durante horas y trabajar como abogado.
Paul creció en la fe cristiana, que sus padres profesaban. De hecho, en la boca del pulmón de hierro hizo colocar una cruz y esta inscripción del Evangelio de san Juan (3,16): «Porque tanto amó Dios al mundo». Este amor, del que se nutrió, como oxígeno del alma, toda su vida, fue el que le infundió esperanza, deseo de superación y un carácter jovial, afable y positivo.
Si el lector siente curiosidad por saber algo más acerca del Paul Alexander, encontrará algunos vídeos en internet que le permitirán apreciar el drama, el humor y la luz que emanan de su bondadosa persona. Las imágenes colgadas en TikTok, Facebook e Instagram, en las que aparece dentro de la máquina que llegó a ser parte de él, gozan del aplauso de miles de admiradores. Para muchos de éstos, Paul ha sido un referente importante de tesón, superación y serenidad en sus vidas golpeadas por el sufrimiento, las limitaciones y el sinsentido.
De modo que no es preciso que uno sea una gran estrella del espectáculo, del deporte, de la belleza, de la locución o de la espiritualidad para que lo busquen, lo sigan y lo quieran en el universo de las redes sociales. Basta con estar ahí, incluso con dificultades en la expresión oral y sin tener que mostrar un aspecto físico atrayente según los cánones de la estética fitness, basta con estar ahí infundiendo ánimo, fe e ilusión a quien se sienta desmotivado para seguir viviendo y necesite un impulso vigoroso para emprender iniciativas particulares de realización personal.
Es maravilloso el que haya corazones a los que no los atenaza nada, sino que son absolutamente libres para amar, agradecer, alegrar y bendecir. La situación a la que la enfermedad abocó a Paul Alexander no lo aherrojó interiormente en la desesperación, la amargura, la tristeza, la dureza ni la frialdad del hierro, material al que le debe, como él mismo reconocía, la vida. Es por ello por lo que lo consideraba como una parte de su carnal organismo.
Ha logrado sobrevivir durante siete décadas como una crisálida. Una crisálida de amor. Le costaba respirar, pero infundió, con su hálito entrecortado y su fatigado resuello, aliento a los desalentados. Paul ha sido liberado ahora de las constricciones de la existencia temporal y ha alzado el vuelo, como mariposa que sale de la cápsula, culminando así el proceso de metamorfosis, hacia el encuentro de Dios, el de sus padres, el que es Amor, el que nos da su Pneuma, el que ha venido al mundo para decirnos que somos una semilla sembrada en tierra y destinada a florecer en una vida que no tiene fin, el Dios de la cruz y del amor que lo cuidó y lo santificó en el universo ilimitado de un cilindro de hierro.
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