martes, 2 de abril de 2024

Corazón vivo. Por Rodrigo Huerta Migoya

¿Dónde encontrarnos con ese corazón resucitado?: En la eucaristía. Ya San Manuel González habló de ese ''Corazón Eucarístico de Jesús'', y es que el pueblo cristiano siempre lo ha entendido así, sobre todo el pueblo sencillo que es el más sabio. Así, en tantos pueblos de nuestra geografía no procesiona el Domingo de Pascua una talla del Resucitado, sino que lo hace Cristo mismo en la Custodia: Jesús Sacramentado, realmente presente y  vivo entre nosotros. El mismo pasaje de los discípulos de Emaús es una catequesis perfecta de cómo el Resucitado se nos hace presente en la eucaristía y se queda con nosotros en nuestro corazón. Y ese ''quédate con nosotros porque anochece'', es lo que le hemos de pedir nosotros al comulgar: quédate conmigo cuando venga la noche y me vea solo, en mis penas y dolores, en mi soledad y tribulación, ¡quédate Señor conmigo!... Ahí tenemos ese precioso himno de  Fray Damián de Vegas que cantamos en la liturgia de las horas: ''porque bien sé que eres tú /la vida del alma mía; / si tú, vida no me das, / yo sé que vivir no puedo/ ni si yo sin ti me quedo, / ni si tú sin mí te vas''. Así es la vida de Jesús, entregada y resucitada. En el corazón de la eucaristía está la consagración donde Él se hace presente en medio de nosotros; en su cuerpo y en su sangre le vemos vivo y glorioso si sabemos mirar con los ojos de la fe y no la de los sentidos. También cuando vamos a comulgar hemos de sentir la emoción de María Magdalena al descubrir que el Señor estaba resucitado. ¿Puede haber mejor encuentro con Cristo que en el diálogo personal al recibirle en la comunión? Ese sí que es un encuentro íntimo y personal con el Señor vivo y dentro de mí mismo. En verdad, cuando recibimos a Jesús Eucaristía, se hace verdad en nosotros que ''hemos conocido el amor que Dios nos tiene''.

Tu cuerpo resucitado atraviesa el tiempo, y por la oración epicléquetica se hace presente en medio de nosotros, en nuestra mesa, en nuestra asamblea... Vienes a nosotros a darnos alimento, a darnos vida. De nuevo nos vemos ante un gran problema. ¿De qué sirve tanto trabajo de Iglesia si el mayor tesoro que tenemos, que es Jesús Sacramentado, siempre se queda fuera de nuestras iniciativas? ¿No se habrá perdido el silencio en el templo porque nos hemos olvidado de qué realmente está Dios ahí? ¿Qué queda de la Iglesia sin la fe en la presencia real de Cristo sacramentado en nuestros templos?... Podrá quedar un ideal, unos valores, una forma de vivir... pero todo vacío, absurdo, gnóstico y sin sentido. Nos reunimos para hacer un paripé si sólo comulgamos pan. Si la eucaristía, la oración ante el Sagrario y la exposición del Santísimo no están en la vida cristiana, esta se debilita, pues solo Él nos da el alimento que no es para esta vida, sino para la siguiente. Somos cuerpo de su propio cuerpo por Él convocados, por Él siempre amados. Es muy típico encontrar en Castilla cómo la puerta del Sagrario de tantos pueblos es un relieve de Jesús Resucitado, un recordatorio de que ahí le tenemos vivo para regalarnos su propia vida. ¿Y cómo está en el Sagrario? Humilde y bajo las especies del pan, partido-sacrificado por nosotros; entregado-consagrado para nosotros y nuestra vida futura. Cambiado la palabra Galilea, podríamos decir: ''id al Sagrario, allí me veréis''; no con la vista, sino con el corazón. Allí me espera Él, siempre y a todas horas, como esperó el Padre al Hijo pródigo. El Sagrario es Tabor, Gólgota, Emaús... Y los primeros creyentes, una vez que el Resucitado entraba en sus vidas, estas cambiaban caracterizándose por una nueva forma piadosa de vivir: ''Y se dedicaban continuamente a las enseñanzas de los apóstoles, a la comunión, al partimiento del pan y a la oración'' (Hch 2, 42).

Él es el crucificado de nuevo en el ara del altar por nosotros, pues la Santa Misa es el sacrificio de la Cruz que se actualiza, por tanto, no una repetición, sino que su entrega se hace contemporánea a nuestro tiempo. Él vive hoy, y cuando le vemos en la ''fraccio panis'' le vemos resucitado pero con las llagas y cicatrices del que ha pasado por el final. El camino de Jesús sigue haciéndose cada día, en cada eucaristía. Él sufre, muere, resucita y nos sale al encuentro como a los apóstoles. Le oramos, adoramos y comulgamos encarnado, en su propio cuerpo, en sus carnes que pasaron del dolor al gozo. Recibimos a Cristo mismo, su propio Corazón. No reduzcamos la Misa a la última cena, pues es cenáculo; sí, pero mucho más que un banquete es la ofrenda de Cristo mismo por nosotros. Recibimos un corazón amoroso, triturado, resucitado, misericordioso... comulgamos al amor de los amores, ese amor que no deja de darse y entregarse, haciéndose presente en cada momento de la historia hasta nuestro hoy. Es eterno por ser sacrificado, por darse a todos; al inmolarse y resucitar, vive para siempre. La rutina diaria del Corazón de Cristo no es otra que actualizar su pasión, muerte y resurrección por nuestra propia salvación. Amor ofrecido por nuestro bien, amor que es eterno como su vida. La eucaristía diaria es la mayor expresión del amor de Dios hacia el hombre, de lo inagotable que es su perdón. Si cuando fuimos bautizados fuimos asociados a la muerte y resurrección de Cristo, cuando comulgamos hemos de asociarnos a su corazón, a la forma de amar a los demás y de darnos como se nos da Él. Cuando salimos de la eucaristía hemos de ir a nuestros hogares conmovidos, transformados, gozosos... Hemos visto al Señor, lo recibimos y está en nosotros; somos nuevos testigos del Resucitado, que ahora habremos de anunciarlo. Entonces comenzaréis a decir: ''Comimos y bebimos en tu presencia" (Lc 13,26).

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