domingo, 3 de abril de 2022

''Tampoco yo te condeno''. Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Acercándonos ya a la recta final de esta Cuaresma, nos disponemos a celebrar el V domingo con el que entraremos en la llamada Semana de Pasión o de Dolores, previa a la Semana Santa. La palabra de Dios de este día nos presenta lo que esperamos de Él en todo este tiempo penitencial: la misericordia. En la cuaresma revisamos nuestros fallos para mejorar, para acortar las distancias que el pecado pone entre nosotros y Dios, así como entre nosotros y los hermanos. Pero la misericordia no es un todo vale que nos sirva como excusa para seguir apoltronados en la mediocridad, sino que hemos de ser dignos y merecedores de ella. 

1º De la vieja a la nueva liberación

En la primera lectura, el profeta Isaías nos presenta lo que constituye la memoria siempre viva y actualizada del pueblo de Israel; Dios actúa por ellos, los libera y les da una identidad como  pueblo: "su Pueblo", a los que emplaza a una fe verdadera "que puede abrir caminos en el mar, camino en el desierto, y corrientes en el yermo''. En una palabra: ¡Dios cumple sus promesas! Si los judíos siguen alabando a Dios generación tras generación por haberlos sacado de Egipto, cuánto más tendremos que alabarlo nosotros que ''hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él''... Es evidente que Dios lo puede todo, pero su mayor obra no es el maná del desierto ni ahogar los carros del Faraón en el agua, sino que hay que fijarse en la advertencia del profeta: ''No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?''... Para los judíos el pasado es imprescindible, más nosotros miramos al pasado desde otra perspectiva, no para añoranzas ni sufrimientos, sino para aprender de él viviendo nuestro presente encarando con esperanza el futuro. Y esta lectura cobra todo su sentido en nosotros pensando en la Pascua que estamos a punto de celebrar, esta es lo nuevo donde todo brota, la culminación del actuar del Señor; no nos libera de una esclavitud humana, sino de la muerte y del pecado. Sólo gracias a aquella pasada noche de Pascua podremos ahora actualizar de forma presente nuestra esperanza y predisponernos para una verdadera pascua eterna.

2º Vivir con autenticidad nuestra relación con Cristo

Es lo que San Pablo pide a los cristianos de Filipo en su carta de manera directa: ''Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él''... Cabe recordar quién era Saulo antes de convertirse en Pablo: un hombre de buena posición, con ciudadanía romana, enemigo del cristianismo, fariseo que defendía la ley al pie de la letra y, de repente, algo cambia; no se cae de ningún caballo, lo que ocurre es que descubre a Cristo al que desconocía y odiaba "de oídas". Quizá la mayoría de los odios hacia Cristo y su Iglesia vienen hoy principalmente de lo mismo: la ignorancia, por no conocerle de verdad ni personalmente. San Pablo nos regala en este texto su testimonio personal, el secreto de su vocación: descubrir el "Kerigma", el sentido de por qué Cristo sufre, muere y resucita por nosotros. Pablo cambia de vida, y lo hace desde sus mismas palabras: ''olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante''. Esta lectura es una llamada de atención para todos los que nos decimos cristianos; no basta decirlo de boca, sino que debemos vivir de forma auténtica nuestra personal relación con Jesucristo, íntima y genuinamente. Sin esto, sin el encuentro personal, nuestra fe esta perdida y se quedará hueca. Al respecto, nos recuerda Benedicto XVI: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus Caritas Est, 1).

3º El humilde alcanza misericordia

En el Evangelio se presenta ante Jesús una escena complicada: un caso de adulterio castigado tanto en el Levítico como en el Deuteronomio con la pena de muerte por lapidación. Era una realidad asumida por cultura y religión judía, algo incuestionable, pues la ley estaba para ser cumplida "ojo por ojo". Aquí nos encontramos varias realidades contradictorias: castigar en nombre de Dios cuando jamás éste ha querido la muerte de nadie; no tiene cabida una religión inhumana de falsa moral, pero lo más llamativo es la hipocresía colectiva, dado que quieren la muerte de la adúltera, pero nadie ha menciona al adúltero... Por desgracia esto ha llegado hasta nuestros días, siempre buscamos un culpable cuando a veces la culpa es compartida. En este caso es la mujer la que termina siendo el chivo expiatorio, dado que en la cultura del momento eran un cero a la izquierda, y Jesús adopta una actitud que descoloca y se anticipa desde la inteligencia y la misericordia al apesebrado feminismo de nuestro tiempo. Mientras discuten su sentencia a muerte, Él se pone a escribir en la arena del suelo; parece ausente y abstraído cuando hay una mayor expectativa de por dónde saldrá esta vez... En el fondo la mujer ya estaba sentenciada, pero querían sentenciarlo también a Él. Ante su silencio le increpan y le exigen su opinión, a lo que contesta: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Este es un pasaje que hemos aún de interiorizar muy mucho en el seno de nuestra Iglesia; no estamos hablando de rumores o calumnias, no; estamos ante una persona que fue ''sorprendida en flagrante adulterio'', y Jesús, pese a ello, actúa con gran misericordia para que pueda levantarse y seguir caminando. Nosotros a menudo hacemos lo contrario, lapidamos inmisericordes al pecador, nos lo quitamos de delante y le negamos el perdón que luego sí esperamos para nosotros cuando somos los pecadores. Él único libre de pecado era Jesús, y no sólo no aceptó la lapidación, sino que rompe ese modelo dibujando en el suelo, esperando que pasara la discusión hasta que quedó la muchacha sola ante él. Ya no había acusadores, ya nadie la quería condenar a muerte; el único sin pecado la ayudó salvándola de la muerte. Esto es lo que hace Jesús con nosotros cuando pecamos y acudimos al sacramento de la reconciliación: nos libra de morir a la gracia, nos levanta del suelo y nos mira con misericordia al tiempo que nos dice: ''tampoco yo te condeno; vete y no peques más''...

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