Hay una virtud humana que siempre suscita admiración, porque viene a ser el marco existencial de una persona, a partir del cual los demás talentos encuentran su lugar justo y adecuado. Me estoy refiriendo a la discreción. Una persona discreta es la que no hace alarde de sus logros ni maquilla sus fantasmadas, no pasa factura para cobrar a los incautos, ni se aprovecha de cualquier cosa para hacer su propio agosto en cualquier época del año. Una persona discreta es la que sabe estar siempre haciendo lo que le corresponde y un poco o un mucho más, sin darse jabón ni recabar homenajes, ni votos electorales, ni aplausos lisonjeros, ni una calle en la ciudad o una capilla en la catedral de turno.
Precisamente, en la gran historia cristiana que tiene su comienzo en Jesús, en María y en José, la figura de este último representa el gran modelo de discreción. San José acertó a situarse en su taller de artesano en aquel pueblecito de Nazareth. Tomó sobre sí el cuidado de María y del pequeño Jesús, ante los cuales adoptará con enorme generosidad su custodia con toda la ternura y todo el afecto que cabe pensar, sin dejarse notar.
El papa Francisco ha querido dedicar un año jubilar a la memoria de San José, el discreto. Pero el Santo Padre ha querido subrayar la discreción de San José, alargándola a tantos que en nuestros días la viven también dentro de esta circunstancia que tanto nos asola y nos deja temerosos ante la incertidumbre que está sembrando la pandemia Covid-19. Esta es la conexión que ha dibujado el papa Francisco al respecto y que reproduzco por su belleza y oportunidad:
«Al cumplirse ciento cincuenta años de que el beato Pío IX, el 8 de diciembre de 1870, lo declarara como Patrono de la Iglesia Católica, quisiera — como dice Jesús— que “la boca hable de aquello de lo que está lleno el corazón” (cf. Mt 12,34), para compartir algunas reflexiones personales sobre esta figura extraordinaria, tan cercana a nuestra condición humana. Este deseo ha crecido durante estos meses de pandemia, en los que podemos experimentar, en medio de la crisis que nos está golpeando, que “nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes –corrientemente olvidadas– que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. […] Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos”. Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad. San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación. A todos ellos va dirigida una palabra de reconocimiento y de gratitud».
Son hermosas estas palabras y de acuciante actualidad cuando vemos que no está sólo en nosotros salir airosos de la crisis de la pandemia. Hemos de encomendarnos a este santo discreto e importantísimo, San José, en momentos de profunda dificultad para nuestras vidas. Que su discreción sea un acicate para hacer también nosotros el bien que vemos en Dios, mientras somos instrumentos de la paz que Él reparte con nuestras manos.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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