(Espada de doble filo/ Infocatólica) Hace algunos veranos, volviendo de los Pirineos, pasé con el coche por Barbastro. Si algún lector tiene la ocasión, aconsejo a todos que vayan allí y no se pierdan algo excepcional y que puedo asegurarles que nunca olvidarán: el museo claretiano de los mártires de Barbastro.
En 1936, se encontraba en Barbastro un seminario de misioneros claretianos, formado por 59 sacerdotes, formadores y jóvenes seminaristas. El día 20 de julio, un grupo de milicianos llegó al seminario para hacer un registro. Aunque, como es lógico, no encontraron nada en el registro, decidieron llevarse prisioneros a todos los religiosos y seminaristas. Lo sucedido desde ese momento, parece sacado de las actas de los mártires romanos de los primeros siglos.
Los llevaron al colegio de los Escolapios, que se utilizaba como prisión, donde iban a permanecer durante más de tres semanas. Una vez allí, intentaron hacerles renegar de su fe. Se les ofreció repetidamente la libertad si tan sólo aceptaban renegar de Cristo y de la Iglesia, pero ninguno quiso hacerlo.
Decidieron fusilar primero a todos los maestros y superiores, para así poder influir mejor en los seminaristas más jóvenes y hacerles cambiar de opinión. En efecto, el 2 de agosto murieron todos los superiores, junto con el obispo de Barbastro, Monseñor Florentino Asensio. El asesinato de estos primeros mártires, en vez de desanimar a los demás, fue para todos un ejemplo de fidelidad a Cristo que decidieron seguir ellos también.
Durante su encierro, los seminaristas pudieron confesarse e incluso recibir la comunión, oculta en la cesta de la comida que recibían. También consiguieron dejar mensajes para sus familias, escritos en envoltorios, en la parte de debajo de las sillas, en tablones y en todos los lugares que pudieron encontrar. Muchos de esos mensajes fueron encontrados por los milicianos, que los destruyeron. Sin embargo, algunos pasaron desapercibidos y se han conservado, de manera que hoy pueden verse y leerse en el museo.
Lean por ejemplo este mensaje, escrito en un envoltorio de chocolate: “Agosto, 12 de 1936, en Barbastro. Seis de nuestros compañeros son ya mártires: Pronto esperamos serlo nosotros también. Pero antes queremos hacer constar que morimos perdonando a los que nos quitan la vida y ofreciéndola por la ordenación cristiana del mundo obrero, el reinado definitivo de la Iglesia Católica, por nuestra querida Congregación y por nuestras queridas familias".
La tónica general de todos los mensajes era el perdón a los enemigos y la oración por ellos. Me impresionó especialmente uno que decía que, desde el cielo, se iba a dedicar a rezar especialmente por los que le asesinaran y sus familias. Todos bendecían a Dios y se encomendaban a él. Muchos ofrecían, además, sus vidas por la clase obrera, mostrando así la ausencia total de rencor y de enfrentamiento político en sus actos.
Finalmente, entre el 12 y el 15 de agosto, excepto dos seminaristas que se salvaron por ser ciudadanos argentinos, los demás, todos con menos de 25 años, fueron fusilados, tras haber rechazado una última vez la oportunidad de salvarse si renegaban de Cristo. Los ancianos del lugar aún recuerdan cómo iban cantando hacia el martirio.
En mi opinión, todo esto es un claro signo de fe. Millones de personas han muerto asesinadas por las causas más diversas, muchas veces de forma heroica. Sin embargo, morir asesinado perdonando a los asesinos y alabando a Dios es, verdaderamente, un milagro.
Y no sólo es el caso de una persona excepcional y única o de un grupo de personas muy convencidas, que quizá podríamos desestimar como una rareza. En Barbastro, aproximadamente el 10 por ciento de la población murió de la misma forma. Entre los mártires estaban el Ceferino Jiménez, el primer beato de raza gitana, multitud de laicos y prácticamente todos los sacerdotes y religiosos de la diócesis. Todos ellos murieron perdonando a sus enemigos. Sólo la presencia de Dios, objetiva y real, puede hacer algo así.
Estos jóvenes y los demás mártires de Barbastro habían encontrado algo, o mejor a Alguien, cuyo amor valía más que la propia vida, que les había dado una alegría que nadie les podría quitar y que los había transformado de forma que pudieran amar a todos los hombres, incluso a sus enemigos. Yo también quiero tener eso. Por eso estoy en la Iglesia, por eso creo en Jesucristo.
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