Concluimos en este Domingo el año litúrgico con esta Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo; hoy cerramos el ciclo B en el que San Marcos nos ha acompañado domingo a domingo con los textos de su evangelio, la próxima semana iniciaremos solemnemente el tiempo de preparación a la Navidad con la eucaristía vespertina del sábado en la que bendeciremos y encenderemos la corona del adviento, así como proclamaremos el primer evangelio según San Lucas que será este año el que nos acompañe con sus textos en la interiorización del mensaje y la vida del Señor. En este domingo celebramos lo que nuestros mayores llamaban la fiesta de Cristo Rey, celebración introducida por Pío XI en 1925 en el calendario litúrgico. Es muy importante este detalle, pues hay que asomarse al contexto histórico de la Europa de mediados de los años veinte para comprender adecuadamente lo que pasaba por la mente y el corazón del Papa. Algunos denominaron inicialmente a esta década "los felices años veinte" para acabar reconociendo que fueron en realidad los locos años veinte. en Estados Unidos, por ejemplo, desembocaron en el "crack" de 1929 y la gran depresión. Fue un tiempo de descontrol en todos los órdenes, y lo que llevó al Romano Pontífice a proponer la figura de Cristo como Rey, a modo de catequesis para la humanidad para hacerla ver que no se puede ir contra la ley de Dios. La extensión del comunismo con la toma del poder de los bolcheviques en Rusia, la crisis del Imperio austro-húngaro, la devastadora primera guerra mundial... Hicieron ver a Pío XI que debía dar respuesta a la realidad del momento, y así lo hizo en su encíclica "Quas Primas" donde explicó: ''Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad''.
En el anuncio del Evangelio cada época ha tenido que luchar con sus ventajas e inconvenientes; hubo quienes pensaron que la caída de los Zares iba a suponer el fin de las monarquías, hasta el punto que muchos interpretaron este documento del Papa y esta liturgia de Cristo Rey como una defensa católica de las monarquías cuando, en realidad, lo que buscaba era reivindicar que por encima de toda ideología, pretensión política o moda sólo Él ha de ser para el verdadero creyente quien debe reinar en su mente, en su voluntad y su corazón. Ya León XIII había aclarado la naturaleza del reinado de Cristo en su encíclica "Annum Sacrum", donde envió un claro mensaje a los gobernantes rogándoles que no ejercieran su poder desde la convicción de quién manda, sino tratando de imitar el modelo de Cristo Rey, que antes de imponer normas y exigir el cumplimiento de éstas pensó antes en la dignidad humana, el bien común, y servir antes que ser servido buscando ante todo cumplir la voluntad de quien le había enviado. Cuánto necesitamos pedir que reine ya aquí y ahora mismo entre nosotros; ahora que se nos impone una moral, una antropología manipulada y un modo de concebir la persona y su libertad contrarias a la ley natural y divina.
El evangelio de este domingo tomado del capítulo 18 de San Juan nos presenta el proceso de Jesús ante Pilato, donde encontramos ese diálogo por todos conocido en que se le pregunta por la gran acusación que le lleva a ser condenado a muerte: «¿Eres tú el rey de los judíos?»... Siempre hay personas que no se enteran lo que se celebra, pasaba en tiempos de Cristo y pasa ahora con personas que no entienden esta celebración. Basta mirar los incontables crucifijos que hay en el mundo, y todos aparecen con el letrero de la acusación "INRI", que son las siglas de la frase latina ''Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum'' (Jesús Nazareno Rey de los Judíos). Y es que si nos paramos a pensar, Jesús estaba entre la espada y la pared, hasta el punto que tuvo un doble juicio como recordamos cada viernes santo con la lectura de la Pasión: no sólo lo juzga Pilato, que era la autoridad romana que dominaba la zona, sino que lo juzga también el Sanedrín, que era la autoridad religiosa para los judíos. Los romanos no querían que Jesús generase alboroto y sublevación a su control en aquel territorio conquistado, mientras que para los judíos el Mesías que tenían idealizado en su espera debía ser un político hebreo poderoso que echara a las tropas romanas y les devolvieran a ellos la hegemonía y el poder perdidos. Al final, así se cumple también de nuevo la escritura: los forasteros; es decir, los romanos, son los que no encuentran culpa en Él y quieren soltarle y, sin embargo, son sus paisanos judíos, los sumos sacerdotes que tantas veces se quedaron admirados de sus palabras -los suyos a los que vino y no le recibieron- quienes con manipulación torticera convencen a Pilato de la conveniencia de su ejecución.
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