Tantos estudiosos de la psicología humana lo han subrayado: la edad de una persona no está relacionada solamente con los años que tiene, sino con su forma de afrontar la misma vida. Hay personas de edad joven con un espíritu realmente envejecido, mientras que las hay ancianas que tienen una tersura juvenil en su alma. Depende del talante con el que abrazamos la vida, con el modo con el que nos situamos en nuestra espera. Por que ahí reside la verdadera edad de nuestro corazón: si es capaz de esperar que algo nos suceda con sabor a estreno, o si, por el contrario, si ya nos encontramos tan cansados y escépticos que estamos “de vuelta”.
La espera nos da el tono de nuestra jovialidad, tengamos la edad que tengamos. Y motivos para esperar que algo nuevo nos suceda es algo que no podemos censurar en nuestra conciencia, máxime con la que está cayendo en el escenario inter nacional con todos los retos bélicos, económicos y culturales que tenemos delante. E igualmente en nuestro ámbito nacional, con todos los desaguisados que la mala política y los políticos mendaces y corruptos se gastan con una gobernanza tan fallida como no recordamos en nuestra todavía joven democracia. Por este motivo, la pregunta que nos hacemos es muy sencilla: ¿hay espacio para la espera? ¿tiene hueco en este momento de nuestra historia la esperanza? Porque lo contrario sería el escepticismo más derrotista ante el horizonte presente y la desesperanza más desalmada en nuestras entrañas.
Los cristianos comenzamos el año un poco antes de las calendas habituales en el almanaque civil. Cabe recordar ese dicho popular de “año nuevo, vida nueva” para aplicarlo a nuestro cristiano estreno de año, lo cual quiere expresar algo muy hondo y muy humano: que nuestro corazón no se resigna al fatalismo de lo que acontece como una inercia imparable que nos empuja inevitablemente sin más ni más. Por este motivo nuestro corazón tiene derecho a decir ¡basta! a tantas cosas que no van; que nuestro corazón es justo cuando a pesar de todos los pesares tiene la osadía de soñar una vez más.
Quizás por eso nos ponemos de acuerdo todos en una fecha mágica al comienzo del año nuevo, para indultarnos mutuamente y concedernos unos a otros una especie de “amnistía” bonachona: nos perdonamos la tristeza, el cansancio, el sopor y aburrimiento; nos perdonamos los desmanes, los rencores, las mentiras. Así, desde la trinchera de todas nuestras pesadillas nos atrevemos a levantar con timidez la blanca bandera de los sueños en un mundo que de tan dichoso pueda ser de veras feliz. Pues bien, los cristianos, al comenzar nuestro año litúrgico que llamamos precisamente “adviento” (que significa “llegada”), no es que nos apuntemos a ese rito con el que comienza el año civil; es decir, no es que hagamos lo mismo que todo el mundo no cristiano, sólo que cinco semanas antes. Y sin embargo decimos con toda verdad, “año nuevo, vida nueva”, pero no como el latiguillo con el que saludarnos y desearnos parabienes después de haber engullido la última uva tras la campanada duodécima entre enero y diciembre.
Podemos decir “año nuevo, vida nueva” con la misma verdad que podríamos decir “minuto, hora, día nuevo”. Porque la gran posibilidad de una renovación que nos llena de paz y esperanza, por dentro y por fuera, no depende de nuestros acuerdos, no es fruto de un empeño colectivo de que las cosas sean de otro modo, sino de algo que nos ha acontecido al venir Dios a abrazarnos con nuestra propia humanidad. Vino hace dos mil años, volverá al final de los tiempos, mientras le reconocemos presente en la encrucijada diaria donde nuestros avatares escriben la historia. Hay esperanza, por que esperamos que esta triple venida, este triple adviento, nos vuelva a suceder cada día. Porque hay espera, hay esperanza.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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