En medio de esta andadura peregrina que nos hemos propuesto los cristianos en el tiempo de cuaresma, un grupo de fieles asturianos con la Orden Franciscana Seglar, hemos realizado un viaje. Roma y Asís, los destinos, y el motivo no tiene que ver con el habitual escarceo turístico, máquina de fotos en ristre, gafas de sol protectoras, guía orientadora en el lugar, y… a quemar horas desgastando la zapatilla de aquí para allá.
La razón de este viaje ha sido explícitamente la peregrinación a dos lugares significativos de la historia cristiana. La Roma imperial que vio llegar a los primeros apóstoles, con Pedro y Pablo a la cabeza, donde entregarían su vida como mártires. Pero luego todo lo que el nuevo Pueblo de Dios ha ido escribiendo allí, a la sombra de un imperio decadente que terminó devorándose y destruyéndose a sí mismo, como siempre sucede con el mundo de las ideologías pretenciosas que prometen lo que saben que no darán jamás, y buscan lo que nunca declaran en los deseos de sus mercancías.
En esas cenizas, irá emergiendo la alternativa cristiana. Los discípulos del Maestro de Galilea no llegaron para arrasar y conquistar, sino para ser la levadura en medio de una masa informe y deformada. Gustave Bardy, historiador francés, estudió la conversión al cristianismo en los primeros siglos, y tiene una manera provocativa de explicar ese fenómeno: los cristianos fueron alternativa desde el espectáculo de la santidad. Quiere decir que en medio de tanta barbarie, había personas que exhibían sin ninguna pretensión una vida razonable, y frente a la fealdad de todos los despropósitos, ellos se dejaban notar por una belleza sencilla y amable. Y cuando la maldad aguzaba todas las perversiones, entonces entraba la bondad desarmada como un modo distinto de mirar las cosas y de vivirlas. Hay, por tanto, una santidad que se aviene con la belleza, con la bondad, con la razón.
De esa Roma saldrán poetas cristianos, pensadores, juristas, artistas varios, y también familia enteras que cuidaban sus valores, sus relaciones, sin forzar antinaturalmente lo que por su misma confusión contradecía la naturaleza. Porque lo que se hace contra natura, la natura pasa siempre la factura, y termina por destruirnos por vivir como no fuimos pensados, ni esperados, ni deseados, ni acompañados por Quien nos hizo. Valía la pena asomarnos a siglos de presencia cristiana en la vieja y eterna Roma, aún en medio de las contradicciones y pecados que han podido cometer también las distintas generaciones cristianas. Pero nos quedamos con lo positivo que nos ayuda a dar gracias y a tomar lección: la bondad del corazón, la belleza en la mirada, la razón de nuestra esperanza.
Y de ahí, nos fuimos a Asís. San Francisco y Santa Clara son una página de ese cristianismo vivido con una fuerza capaz de generar la admiración más tierna y verdadera. Son el evangelio hecho biografía. Pasear las callejuelas y plazuelas de esa ciudad medieval, adentrarse en los lugares donde acontecieron palabras y gestos de estos dos santos y los hermanos que los siguieron, era zambullirse en una historia de santidad que no nos resultaba extraña a nosotros, asturianos del siglo XXI que seguimos buscando a Dios dejándonos encontrar por Él para ser sus testigos en medio de nuestra generación.
La paz y el bien, nos entró por todos los poros de nuestra vida: por los ojos que se asoman, los oídos que escuchan, los latidos que palpitan, para hacer sitio en el corazón a lo que en la cuaresma siempre nos propone la Iglesia: convertirnos, cambiar, volver a empezar, aventurarnos en las sorpresas de ese Dios que jamás aburre y que diciéndonos y mostrándonos lo mismo, jamás se repite. Volvemos a casa con la alegría del testimonio que dos ciudades cristianas nos han acercado para encender la esperanza y hacer sólida nuestra ilusión que nace de la fe y se expresa en la caridad de tantos modos. Ha sido un regalo cuaresmal.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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