jueves, 29 de diciembre de 2022

El Papa que susurraba a los gatos. Por Rodrigo Huerta Migoya

Para cualquier enamorado de Roma no hay mayor satisfacción que perderse por las callejuelas desconchadas de la gran urbe buscando descubrir algún nuevo tesoro oculto de ese corazón de la cristiandad, y que se alza entre ruinas y vestigios de monarquía y república, herencias del que fuere un prometedor Imperio que por inmoral cayó decadente y desapareció por locura y soberbia. Ir a Roma es para los cristianos buscar las pisadas de San Pedro y San Pablo, el testimonio nunca trasnochado de los mártires de los primeros siglos, de la fe cimentada sobre los apóstoles y alimentada en la Eucaristía; sacramento de amor que ni cuando costaba el precio de la misma vida dejó de celebrarse con unción sobre los sepulcros de los heróicos cristianos asesinados cuyos restos fueron sepultados con delicadeza en las catucumbas, como vestigio sublime de los que se unieron a Cristo como trigo molido que diría San Ignacio de Antioquía. Pero los rostros de Roma son múltiples e infinitos los recorridos: la clásica, la eterna, la renacentista... Y yo añadiría aquí ''la felina''.

Sí; en Roma los gatos abundan, y no están precisamente malnutridos ni descuidados. Se han adueñado de calles, ruinas y jardines, siendo a menudo más fotografiados éstos que las renombradas piedras del pasado, las cuales nos remontan a Rómulo y Remo. Sin pretenderlo ni buscarlo, los gatos romanos se ha convertido recientemente en un símbolo de la ciudad, algo curioso habiendo tantísimos otros. Pero quizás lo que no muchos saben es quién fue en décadas no tan lejanas uno de los mejores amigos de los felinos romanos. Me refiero a Joshep Razinger, que en sus muchos años residiendo en Roma disfrutó de la amistad de estas entrañables y queridas criaturas. Parafrasenado el título de aquella película de Robert Redford, nos encontramos ante el hombre que susurraba a los gatos. Siempre que paso por el Borgo Pío me viene a la imagen esa estampa descrita por tantos otros, que igualmente la vieron como algo ya inseparable del paisaje romano: al Cardenal con su sotana impoluta y su maletín de trabajo camino de su despacho, deteniéndose a admirar a un nuevo vecino peludo de cuatro patas que nunca había visto por el barrio, o a saludando a los ya conocidos como quien saluda al panadero o al quiosquero camino del trabajo.

Allí, en la calle Borgo Pío, vivió sus años de Cardenal teniendo de vecino a su colega y amigo el también Cardenal Tarsicio Bertone, al cual siempre le llamó la atención aquella conducta... Es llamativo que un sacerdote diocesano alemán como Ratzinger, valorara más la naturaleza y el paisaje romano que un fraile salesiano de tierras de Turín, pero es que si algo ha caracterizado al hijo de Baviera es su certeza de que la belleza habla de Dios. Uno de los más grandes intelectuales de la historia de la cristiandad, lumbrera de la teología del siglo XX, figura clave entre los eruditos que trabajaron en el Concilio, padre del actual catecismo de la Iglesia y, sin embargo, sus mayores placeres cotidianos eran tan sencillos como él: celebrar la misa de forma sosegada y con un dignísimo "ars celebrandi", la lectura y el estudio, comer una sencilla pasta, o dialogar con los gatos de Roma... Cardenales, arzobispos y curiales quedaban sorprendidos de ver a ese hombre que ha sido admirado por teólogos de la fama de Karl Rahner, Henri de Lubac o Hans Urs von Balthasar, sólo tuviera en Roma dos debilidades que detuvieran sus pasos: un templo abierto donde hacer una visita al Santísimo, y algún felino que se dejara acariciar o saludar con quien tener una pequeña charleta. El Cardenal Bertone, en una entrevista al ABC en 2005 afirmaba que el nuevo Papa era un “gatófilo empedernido”. Comentaba el recién nombrado Secretario de Estado al periódico lo siguiente: “En su paseo desde el Borgo Pío hasta el Vaticano, se detenía a dialogar con los gatos; no me pregunte en qué lengua les hablaba, pero los gatos quedaban encantados. Cuando el Cardenal (Ratzinger) se acercaba, los gatos alzaban la cabeza y lo saludaban”... Esto dice mucho de la personalidad de un pastor bueno.

Poco después de ser elegido Papa, la escritora milanesa Jeanne Perego que vive medio año en la Toscana y medio año en Baviera, empezó a preparar una de las biografías más originales que se han escrito de un Papa, pues a ella se le ocurrió acercar la vida de Benedicto XVI a modo de cuento, pero éste relatado por un minino. El libro salió a la luz en 2007 bajo el título “Joseph y Chico: Un gato cuenta la vida de Benedicto”, con prólogo de Monseñor George Gänswein, secretario personal de Su Santidad. Chico se llamaba uno de los gatos que el pequeño Joseph Aloisius Ratzinger tuvo de niño. Cuando el Pontífice recibió en audiencia a la autora y vio el libro comentó emocionado: “de joven me hubiera gustado escribir una historia de gatos, pero ahora son los gatos los que escriben mi historia”. La publicación con ilustraciones de Donata Dal Molin Casagrande fue un éxito, siendo traducido a más de 13 idiomas. Benedicto XVI es llamado "el Magno", "el Músico", "el Sabio"; "el Papa que renunció", ¡sí! Pero también el Papa de los gatos... 

En 2005 llegó al Vaticano con dos gatos, los cuales habían sido salvados por él mismo de las calles de Roma, siendo aún cardenal. No era extraño verle años atrás en la Vía Aurelia curando a un gato herido, dándoles comida o, simplemente, disfrutando viéndoles tomar el sol. Tampoco es el primer Papa en tener gatos; León XIII tenía el suyo llamado ''Micetto''. La fama de amigo de los gatos le viene de lejos a Ratzinger, ya que su hermano contaba que siendo ambos jóvenes sacerdotes el gato del vecino se escapaba todos los días para hacer una visita a Joseph; era un gato negro muy listo que hasta le acompañaba a misa y a sus conferencias. Siendo Purpurado, entraba un día en el Vaticano por el acceso que hay junto a la parroquia de Santa Ana, viniendo de su apartamento en Borgo Pío, siguiéndole una decena de gatos como séquito -le conocían de sobra, pues les solía dar de comer- y mientras él avanzaba caminando, a la vez seguía hablando con ellos; entonces fue interrumpido por un guardia suizo qué, sonriendo le dijo: ''Su eminencia, mire que los gatos están tomando por asalto la Santa Sede''. Y entonces Ratzinger le contestó: ''¡Oh, no creo que sean peligrosos!''. En Roma se decía que no sólo amaba a los gatos, lo curioso es que los gatos también le querían a él. La señora Agnes Heindl, la alemana que cocina para Benedicto XVI a diario comentó al ser preguntada por el amor del Papa a los animales: "ama a los gatos, los acaricia, y los tiene en brazos. Parece que con él siempre están a gusto"... Sus gatos siempre han estado con él, en Roma, en el Vaticano o en Castel Gandolfo. Sus próximos sabían muy bien que su relación con ellos no era negociable.

Con sus hermanos Georg y María (1930)


El pequeño Joseph con su gatito


Junto a su hermana María al lado de la estatua de un gato


Acariciando el gato de un niño en una audiencia



Con otros felinos de mayor tamaño 

Viaje Apostólico a Reino Unido (2010) Saludando a Pushkin, un gato negro que 
pertenecía al P. Anton Gusiel del Oratorio de San Felipe Neri de Birmingham.

Libro del Padre Gusiel sobre su gato ''Pushkin the Pontifical Piss''

Mesa de trabajo

Rumbo a Castel Gandolfo con ''Contessina'' -Condesita-

Gruta de Lourdes del jardín

Interrumpiendo el rezo del rosario


Retrato con el gato en un pasillo de Mater Ecclesiae

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