Paloma Díaz-Mas leyó, en la tarde del pasado domingo, el discurso de entrada en la Real Academia Española. Versó sobre “Ciencia en judeoespañol”. El texto consta de ciento cincuenta y siete páginas, con veinticuatro de bibliografía, y es un tratado construido a conciencia sobre el asunto elegido para la disertación.
La nueva académica sucede en la silla “i” a la asturiana Margarita Salas Falguera, natural de Canero, a quien el luarqués Severo Ochoa logró entusiasmar de tal modo, durante una conferencia en Oviedo, que, de resultas del impacto, tomó la decisión de irse a Madrid para estudiar bioquímica en la Universidad Complutense.
Margarita Salas se educó en el colegio La Asunción de Gijón, del que Paloma Díaz-Mas hizo, en su discurso, esta elogiosa mención:
«No en vano el lema del colegio era “Sin miedo” y resulta encantador saber que a pocos años de acabar una guerra civil, en plena dictadura, unas monjas de un colegio de un barrio de Gijón animaban a sus alumnas –todas mujeres, ya que entonces no existía en España la enseñanza mixta- no a sentirse vulnerables por ser mujeres, no a requerir especial protección por su condición femenina, sino precisamente a vivir “sin miedo”. Y de esa educación sin miedo salieron mujeres como Margaritas Salas, una de las investigadoras españolas más reconocidas internacionalmente.»
El discurso de Díaz-Mas me trajo a la memoria una figura femenina de mi época de estudiante en el Instituto Español Bíblico y Arqueológico de Jerusalén (Casa de Santiago): Camelia Shájar, la locutora del noticiario vespertino en judeoespañol de la cadena radiofónica estatal israelí “Qol Israel”, la Voz de Israel.
Yo tenía por entonces veintiún años. Y no me desenvolvía en ninguna de las lenguas locales, hebreo y árabe, y tampoco en inglés, ya que, en el Instituto Rey Pelayo de Cangas de Onís, había estudiado francés con Carmina Montoto, María Luisa R. Madrid y Jorge G. Carrillo. Idioma que, sin embargo, me fue de gran utilidad en Tierra Santa, porque, diariamente, a las ocho de la tarde, retransmitían por la televisión un informativo en francés desde Amán, la capital de Jordania, que podíamos ver en Jerusalén.
Era, con todo, el programa de Camelia Shájar el que me ponía al día de lo que ocurría en el mundo. Era una delicia escuchar su acento ladino. Nunca imaginé, en mi catetismo primevo, que la cultura sefardí llegara a ser tan importante en mi vida y que fuera ella precisamente la que me trajese, a lo largo de un curso académico, de octubre a junio, por las ondas de la radio, tarde tras tarde, menos en shabbat, la amorosa calidez de mi lengua y de mi país a Jerusalén, una ciudad que se hallaba -y sigue hallándose, naturalmente-, según Google, a cinco mil doscientos ochenta y dos kilómetros de aquella en la que nací y en la que estaban los míos: Cangas de Onís.
Camelia Shájar falleció hace ya unos años. Llegó a Palestina procedente de Turquía, en donde había nacido. En 1948 colaboró como enfermera en la guerra entre judíos y árabes. Después se dedicó al periodismo y a la recopilación y puesta por escrito de las ancestrales tradiciones, historias y composiciones literarias sefarditas.
Abría su sección radiofónica con el anuncio de que daba comienzo el programa en judeoespañol de la Voz de Israel y nos despedía con su célebre expresión: «Nochada buena desde Yerushalayim».
Hizo muchísimo por la cultura sefardita y por la conservación de la lengua que los descendientes de los judíos expulsos de Sefarad mantuvieron en la diáspora. Ahora, como tantas otras, debe ser protegida, pues también ésta podría desaparecer, tal como Paloma Díaz-Mas advirtió en su discurso de ingreso en la Real Academia Española:
«Hoy el judeoespañol está catalogado por la UNESCO como una lengua en peligro de extinción. Pero a medida que esa vida tradicional sefardí ha ido extinguiéndose, ha ido creciendo una corriente de memorialización, un acuciante deseo de recordar.»
Y lo explicó: «En los últimos cuarenta años se han publicado, en diferentes países y en diversas lenguas, muchos relatos autobiográficos escritos por sefardíes de distintas partes del mundo: libros de memorias, novelas autobiográficas, biografías de personas (muchas veces, miembros de la familia del autor), recuerdos de infancia.»
Y lo realmente interesante es que no son escritores profesionales quienes se dedican a esa tarea de preservación y transmisión de la lengua y de la cultura sefarditas, sino gente corriente que siente la necesidad de contar su propia vida y la de sus antepasados, hijos de Sefarad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario